Al demandar a miles de tuiteros, un lord inglés pone a prueba los límites de la libertad de expresión en esa plataforma digital.

Lord Alistair McAlpine, antiguo asesor de la ex primera ministra Margaret Thatcher, fue veladamente acusado en sendos programas de las emisoras BBC e ITV de ser la persona que perpetró abusos sexuales, entre ellos la violación más de una decena de veces, de un joven en un orfanato del País de Gales en los años setenta. El programa original se emitió el pasado 2 de noviembre de 2012 por la BBC, y aunque en él no se mencionaba explícitamente a McAlpine, la noticia dio pie a que desde unas 1.000 cuentas en Twitter se difundiera el rumor (directamente o a través de enlaces a otras páginas) de que el autor era él. Otras aproximadamente 9.000 cuentas de Twitter rebotaron los comentarios iniciales. El rumor resultó ser falso, pues al ver una fotografía suya, la víctima lo descartó como el presunto violador.

Lord McAlpine acaba de llegar a un acuerdo con la BBC por la que ésta le compensará con 230.000 euros por la retransmisión del falso rumor. La ITV también se ha avenido a abonarle 155.000 euros en ese mismo concepto. Una y otra son evidentemente responsables de los daños sufridos por el ex político, dada su condición de editoras de la información.

Lo interesante del caso es sin embargo hasta qué punto puedan serlo los tuiteros que difundieron esos datos: por un lado, los 1.000 tweets iniciales; por otro, los 9.000 que se limitaron a rebotar el rumor. McAlpine los cree asimismo responsables, de ahí que se proponga demandar ante los tribunales británicos a quienes no acepten pagarle también una compensación, que será de la simbólica cantidad de 5 libras (poco más de 6 euros) para los tuiteros con menos de 500 seguidores y de una cuantía por determinar para aquéllos que superen esa cifra. El lord no pretende quedarse con estas cantidades, sino que se propone donarlas a una organización benéfica de protección de la infancia.

Lo primero que tendríamos que preguntarnos es por qué McAlpine no demanda a Twitter como entidad, en lugar de a los tuiteros. A mi juicio su decisión es acertada: Twitter no efectúa control previo alguno sobre el contenido de los mensajes que su plataforma difunde. En otras palabras, y a diferencia de lo que sucede con la BBC o la ITV, Twitter no puede en modo alguno calificarse como entidad editora de la información.

Otra cosa es que, ya a posteriori, Twitter fuera alertada acerca del contenido calumnioso, injurioso o, en general, potencialmente ilegal de algún tweet, a fin de instar su retirada. Es a partir de ese momento cuando Twitter podría incurrir en responsabilidad por esos hechos ilícitos de terceros, en la medida en que no actuara con diligencia para impedir el acceso a los contenidos. De lo contrario, solo el autor de esos hechos ilícitos podrá ser responsabilizado de los mismos. Así se dispone en los preceptos que regulan esta materia de la Directiva europea sobre comercio electrónico (y en los homólogos de la Ley española de comercio electrónico). También la jurisprudencia de muchos países europeos viene pronunciándose sin grandes problemas en esta línea: por solo citar dos ejemplos, la francesa en el asunto Zadig contra Google (sentencia del Tribunal de Gran Instancia de París de 16 de mayo de 2007) o la española en el que afectó a las presuntas injurias sufridas en un foro de Internet por el alcalde de Mondoñedo (sentencia de la Audiencia Provincial de Lugo de 9 de julio de 2009).

Despejada esa cuestión previa, ¿es pues correcto hacer responsables a los tuiteros? Comencemos primero por aclarar si debe o no establecerse alguna diferencia entre quienes elaboraron los 1.000 tweets originales y quienes se limitaron a rebotarlos. Sería la distinción entre quien escribe directamente un comentario o efectúa desde su tweet un enlace al de un tercero; y quien simplemente cliquea el botón «retweet» en la plataforma. Creo que no cabe diferencia práctica, pues si bien en estos últimos aproximadamente 9.000 casos el tuitero no exterioriza por sí mismo el rumor, ni pone en contacto a través de links a otros usuarios con el rumor que han difundido terceros, sí que de alguna manera lo respalda, al rebotar su contenido. En otras palabras, el cliqueo del botón «retweet» es suficiente manifestación de voluntad en favor de que el rumor se esparza. Acerca del valor del cliqueo como manifestación de voluntad es también abundante la jurisprudencia, especialmente en materia contractual: el Tribunal Supremo alemán, sin ir más lejos, lo sustentó tajantemente ya en una sentencia de 7 de noviembre de 2001, dando así por buena una puja en una subasta en línea por un Volkswagen Passat (que el dueño del vehículo pretendía anular por ser el precio de adjudicación demasiado bajo).

Twitter pone a disposición de sus usuarios la posibilidad de expresarse con absoluta libertad, acerca de cualquier asunto. No censura ningún comentario con carácter previo. Cualquiera puede decir lo que quiera sobre cualquier cosa. Ésa es la grandeza de la plataforma, que en este sentido representa uno de los mejores exponentes de la enorme relevancia de Internet como instrumento para la libre información y la libre opinión.

Ahora bien, en esa absoluta falta de control radican también los riesgos de Twitter como instrumento de libre expresión. El usuario debe ser consciente de que si rebasa los límites de esa libertad, puede terminar siendo responsable. No es en manera alguna la primera vez que ello sucede a raíz de un tweet, de hecho existen numerosos precedentes de demandas por injurias y calumnias a través de Twitter en muchas jurisdicciones, la inglesa entre ellas.

Lo novedoso de este asunto radica en que sí parece ser la primera vez que esto sucede de forma masiva: nada menos que 10.000 personas pueden terminar por ello en los tribunales. En esencia, lo que aquí vendría por tanto a ventilarse es si los números han de cambiar o no la sustancia del problema. Y no creo que así deba ser: los como máximo 140 caracteres de un tweet o el simple cliqueo de un retweet son más que suficientes para generar un daño muy serio a una persona, máxime si lo que se le imputa es nada menos que la violación de un joven en repetidas ocasiones.

Podrá argumentarse que, a diferencia de las dos grandes cadenas televisivas, quienes difundieron los mensajes en Twitter operaban sin ánimo de lucro. También que, en particular los que cuentan con pocos seguidores, no es de esperar dispongan de medios económicos extraordinarios para hacer frente a las consecuencias de este tipo de demandas judiciales. No obstante, el afectado ha sido muy consciente de ello, al limitarse a solicitar cantidades simbólicas por el daño sufrido a manos de los tuiteros más modestos: es de esperar que sea como mínimo igualmente prudente al fijar las indemnizaciones que reclame a los más seguidos.

Como instrumento de comunicación, Internet es un medio de un poderío increíble. Cualquiera puede hacer llegar su opinión hasta el último rincón del globo en cuestión de milisegundos. En palabras de los especialistas italianos Bico y Sorgato, cualquiera, no ya solo la BBC o la ITV, puede ser considerado un editor. Eso sí, esto sucede para lo bueno… y también para lo menos bueno.

Puede que hasta ahora la inmensa mayoría de los usuarios de Twitter hayamos venido fundamentalmente disfrutando y siendo conscientes de lo primero. Quizás este caso nos ayude a serlo también de las inevitables responsabilidades que toda libertad conlleva. No todo vale en Twitter, como tampoco en general en Internet.

 

Fuente: Pablo García Mexía (www.abc.es/blogs)