Acaba de ganar 6 premios Emmy, entre ellos mejor serie cómica, dirección, guion y actriz principal. Todos ganados por la británica Phoebe Waller-Bridge, de tan sólo 34 años. Curiosamente ha tenido éxito con la 2ª temporada de la serie Fleabag (la primera se emitió en 2016). Esta actriz y escritora cambia el registro por completo de su anterior serie como guionista; la policíaca Killing Eve.

Aunque en Fleabag también las mujeres son las protagonistas, el tono es muy distinto. Desde la primera escena la protagonista deja claro una conducta más salvaje que gamberra, que se caracteriza por hacer y decir lo primero que se le ocurra sin preocuparse si va a ofender a alguien. Su obsesión por el sexo es enfermiza, al igual que su gusto por el humor grosero intestinal.

La serie sigue en cierta medida el patrón de series tan diferentes como House, The good doctor o Vergüenza. Todas ellas logran una tensión narrativa y humorística al girar en torno a un protagonista incapaz de respetar las mínimas normas de trato social. Pero en Fleabag apenas hay contrapuntos de normalidad y humanidad en los personajes. Todos son esperpénticos: desde el sacerdote católico interpretado por Andrew Scott (el inolvidable Moriarty de Sherlock), a la madrasta de la protagonista (excepcional, como siempre, Olivia Colman, ganadora del Oscar a la mejor actriz este año por La favorita).

Aunque la serie tiene un nivel interpretativo extraordinario y logra momentos de humor divertidos, el desarrollo de los personajes es previsible y monotemático. Bajo la bandera de la libertad de expresión la creadora hace chistes sobre la perversidad sexual, la pedofilia o el aborto que agreden con facilidad al espectador con algo de sensibilidad. El desbordado nivel de cinismo convierte a los personajes en huecos títeres inflados de un narcisismo patético.

En el fondo la serie pretende decir al mundo actual que todos somos así; descontrolados, perversos, adictos, viscerales, egocéntricos… Simplemente actuamos de otra manera por convencionalismos sociales. Es un diagnóstico simplista e irreal, pero instalado en algunas series que pretenden pactar con el espectador una peculiar dictadura de la mediocridad.