“La gente que cree cosas es interesante. La gente que pelea internamente sobre las grandes cuestiones es interesante”. Las crisis de fe, las motivaciones espirituales, la entrega religiosa o las dudas metafísicas pueden amplificar la complejidad dramática de una historia y generar personajes intensos, vivos, en los que mucha gente encontrará un espejo de sus dudas y frustraciones o sus alegrías y esperanzas.

 

Uno de los recuerdos más indelebles de mi infancia son las historias que nos contaba mi padre antes de dormir. Puerta entornada, luz del pasillo encendida, manos cálidas y olor a Lucky Strike. Llegaba de trabajar tarde, cansado, pero siempre nos pillaba a mis hermanos y a mí regateando el sueño. Él hacía un esfuerzo. Se sentaba al borde de la cama y nos hipnotizaba relatándonos la fuerza de Sansón, el coraje del joven David (“¿qué es una honda, papi?”), la justicia deSalomón o la huida de Moisés. Eran aventuras que, para un niño de 5 ó 6 años, se antojaban salvajes, crueles, apasionantes, donde la épica le daba la mano de la esperanza y el heroísmo convivía con la traición.

Las sensaciones de aquel paraíso perdido al pie de la cama -también le encantaba fascinarnos con historias de la mitología griega- estaban en mi mente y mi corazón cuando me enteré de la miniserie sobre La Biblia que iba a emitir History Channel (a partir de hoy en Antena 3). ¡Iba predispuesto a que me gustara, demonios! Pero no. El cielo tendrá que esperar. Los cuatro capítulos que he visto hacen más agua que la cubierta del arca de Noé.

Como es sabido, History Channel quiere consolidar su imagen de marca siguiendo la estela que decenas de canales han seguido en la última década: apostando por la producción de ficción propia. Donde fracasó The Kennedys, triunfó Hatfield & McCoys, un western aseado, de odios ancestrales, buena factura estética, reparto brillante y unos personajes desiguales (algunos secundarios y subtramas eran bastante mejorables). Este mes el canal ha apostado, de nuevo con caras conocidas como Gabriel Byrne, por una ambientación estupenda para Vikings, la pareja de baile de La Biblia en la noche de los domingos.

Mi querido tocayo -goteando colmillo, todo hay que decirlo- daba en el clavo desde su estafeta en El Mundo. Discrepo en que el carácter simbólico y fragmentario del texto bíblico dificulte su adaptación televisiva; al contrario, pienso que con una escritura barnizada eso habría resultado un inconveniente solventable, puesto que el texto ofrece una peripecia repleta de escaramuzas, muy atractivo para lucirse estética y dramáticamente. Sin embargo, como dice Rey, los problemas de esta versión de La Biblia son básicamente dos: en primer lugar un guión plano, burocrático, que coagula cualquier intento de tridimensionalidad en los personajes. Abraham, por ejemplo, es una historia acojonante en su brutalidad y en el salto de fe que demanda de su protagonista… Por supuesto que hay un sustrato simbólico y religioso que multiplica su resonancia, pero sobre todo ahí hay un conflicto radicalmente humano que, qué pena, se empaqueta con la frialdad de una caja de calippos. De igual forma, a la historia de Moisés le falta ritmo y épica, a la de David hondura psicológica y mala leche y a la de Sansón, uf, a la de Sansón le falta de todo, empezando por cierta identificación con un protagonista que se suponía heroico y admirable.

Y aquí llegamos al segundo gran problema de La Biblia. No es solo un cásting poco afortunado (*), incapaz de transmitir vida, sino en general un diseño de producción que se les queda corto para “la historia más grande jamás contada”. Vale, lo intentan suplir con algunos efectos especiales, mucha ralentización dramática y un exceso de sombra de ojos en cualquier villano… pero la embestida es de retal, telefilme de sobremesa y todo a cien. No hay una fotografía consistente. No hay personalidad visual. No consiguen una atmósfera cercana, cálida, unitaria, donde las aventuras de los personajes compartan un mismo aroma. Y no, la voz en off que guía al espectador -en un extraño recurso que trata de emparentar con el documental expositivo que caracteriza a la cadena- no tiene pegamento suficiente para cohesionar tanta ida y venida.

Dejemos de lado la chorrada del parecido con Obama, una polémica absurda en la que ni me apetece entrar en detalle. Siempre mirando el dedo en lugar de la luna… ¡¡Como si la gente fuera tan estúpida y pavloviana que, oh, ve a un Satán que se parece al POTUS y ya, oh, oh, piensa que Obama es su reencarnación, #amosnomejodas!! Me temo que, al igual que pasó con aquella cabeza de Bush, se trata más bien de una habilísima jugada promocional.

 

El resultado es una serie con evidente afán divulgativo, algunos (pocos) momentos interesantes, pero sin el vigor narrativo y la emoción necesarias para una leyenda de este calado y riqueza argumental. Entonces, ¿por qué arrasa en las audiencias y la emite Antena 3 en primetime? Ahí es donde la aportación de La Biblia sí se me antoja interesante y quizá suponga una ventana para que futuras series exploren nuevos conflictos a machete.

La Biblia llama, para empezar, porque -por mucho que escueza a los ateos reaccionarios (una minoría dentro de los ateos, por suerte)- aún hay cientos de millones de personas creyentes en el mundo occidental. Puede que haya más peña que, como yo, tenga interés en ver cómo las historias que aprendió de niño, o las que le cuenta ahora a sus hijos, son trasladadas a la pequeña pantalla; quizá se trata de que son mitos tan conocidos que, oye, a muchos espectadores nos seduce verlos convertidos en miniserie, aunque no aparezca Charlton Heston con barbazas.

Pero lo más atractivo es otro asunto: la serie puede suponer un pistoletazo de salida. Lo escribía Poniewozik en Time: “Lo que podríamos tener es más televisión que trate a personajes con fe como las buenas series televisivas tratan a cualquier personaje: como gente complicada, a veces buenos, a veces malos, cuya fe es una parte de más de ellos, pero no los hace ejemplares o terribles”. Si dejamos de lado villanos patológicos (como el tenebroso padre Justin de Carnivàle o la curia de Los Borgia) o héroes sin tacha (como el sacerdote que protagoniza la fascinante Apparitions), la fe es una vertiente infrautilizada en las series televisivas actuales.

Recuerdo que era un tema relevante en la primera temporada (la única que vi) de Big Love, que los protagonistas de la desprejuiciada Friday Night Lights solían acudir a la Iglesia, que uno de los más conmovedores episodios de Louie (el 2.8.) empleaba la fe como campo de batalla, que la cuestión asoma la patita de vez en cuando en la hija de los Florrick en The Good Wife y que los dioses Kobol ejercían de eslabón débil de la grandiosa Battlestar Galactica… Me acuerdo de Dean Winchester aquí, de Rick Grimes acá, de Carmela Soprano, de Julien Lowe, de Fox Mulder, de Nicholas Brody e, incluso, de los mejunjes metafísicos de Lost, de la fallida John From Cincinatti y de la deliciosa Joan of Arcadia. Poco más y, como se aprecia, desnivelado y casual.

Algunas de las más nobles acciones del ser humano -aquel misionero que aguanta cuando hasta la ONU se ha marchado, esa monjita que cura pústulas en Calcuta– y de las más detestables -la Inquisición, los terroristas suicidas- tienen motivaciones religiosas. Pero, sin buscar en los extremos, la fe me parece un asunto con un potencial dramático enorme, como sugiere Poniewozik:  “La gente que cree cosas es interesante. La gente que pelea internamente sobre las grandes cuestiones es interesante”. Estoy de acuerdo. Las crisis de fe, las motivaciones espirituales, la entrega religiosa o las dudas metafísicas pueden amplificar la complejidad dramática de una historia y generar personajes intensos, vivos, en los que mucha gente encontrará un espejo de sus dudas y frustraciones o sus alegrías y esperanzas.

Quién sabe, quizá el enorme éxito de La Biblia contribuya a abrir esa veda. A mí me encantaría. Ya que es una serie fallida, que al menos desbroce el camino. Porque, hasta nuevo aviso, para rememorar con entusiasmo las historias del Antiguo Testamento me quedo con el recuerdo de tus relatos, papá.

 

Fuente: Alberto Nahum García (www.gentedigital.es)