- Por Naief Yeyha
- Publicado en Telos Fundacion Telefonica
Vivimos rodeados de dispositivos que quieren hacernos felices, crear un Edén de gratificaciones instantáneas y estímulos permanentes. Se nutren del conocimiento que obtienen de los humanos. Nuestras decisiones nos llevarán a ser los amos de la tecnología o a convertirnos en mascotas de una civilización maquinal naciente.
La historia humana es la historia de nuestras herramientas y la forma en que nos relacionamos con ellas; es el recuento de los objetos que materializan las ideas y hacen posible la supervivencia de una especie frágil. La tecnología es la puesta en práctica del conocimiento para resolver problemas o para hacer la vida más amable pero también es una fuerza que nos define, una colección de voluntades que aplican el ingenio para cambiar el mundo. De las herramientas manuales, que usan la fuerza del usuario, pasamos a las máquinas que emplean una variedad de fuentes de energía para convertir la materia y hacer cosas útiles. La suma de esas herramientas ha dado sentido a las civilizaciones, a su poder de adaptar y destruir el medio ambiente, someter a sus vecinos y defenderse de sus enemigos, así como crear belleza, descifrar la naturaleza y transformarse a si mismas en el proceso. Nuestras tecnologías reflejan nuestras necesidades y cosmogonías, y la llegada de la era digital marca una serie de cambios sin precedentes en lo que esperamos de ellas y la manera en que entendemos la vida. Es en esta era en que surgen herramientas capaces de pensar por nosotros, que en vez de materializar nuestras ideas, pueden generar sus propias ideas y encontrar soluciones a problemas.
La ilusión de construir un cerebro artificial comienza a tomar forma en 1943 con las “neuronas artificiales”, del modelo de McCullouch y Pitts, y a partir de ahí continúa su desarrollo, en gran medida alimentada con presupuestos de la Defensa estadounidense y engordando las visiones armamentistas de la Guerra Fría. Desde la posguerra, el campo de la inteligencia artificial (IA) -que debe su nombre a John McCarthy y que podemos definir someramente como un conjunto amplio de programas que tratan de operar de manera semejante al cerebro humano- ha avanzado entre sorpresas, promesas desmedidas y frustrantes desilusiones. Hasta ahora este tipo de software se dedica a operaciones específicas y funciones determinadas, es decir, que estamos lejos aún de una mente digital general o equiparable en su diversidad a un cerebro humano.
El término inteligencia artificial es bastante ambiguo y se le ha dividido de manera vaga como: débil, fuerte y superinteligente. Por el momento solo la primera pertenece al ámbito de la realidad y las demás a la ciencia ficción. Desde hace décadas la IA se asoma a todos los campos del quehacer sin realmente encontrar acomodo ni volverse relevante. No obstante, es injusto llamarla débil ya que en diversas tareas obtiene resultados muy superiores a los logrados por seres humanos. La IA ha coqueteado por igual con la especulación financiera, que con el desarrollo de juegos de video, ha derrotado a Garry Kasparov en partidas de ajedrez y ha hecho posible lo supuestamente imposible al crear un sistema imbatible en el juego de Go, también ha incursionado en los diagnósticos médicos y ha hecho posible la minería de datos a gran escala.
La inteligencia artificial fuerte sería aquella capaz de demostrar comportamientos asociados con los de un ser consciente y promete ser desarrollada en unos cuantos años. Y por último, la IA super inteligente será aquella que rebase nuestras capacidades intelectuales en todos los dominios de manera exponencial y cuyo estado de consciencia será imposible de diferenciar del de un ser humano. Si la inteligencia depende de la capacidad de cómputo, el almacenamiento y el manejo de información, es de esperar que este tipo de inteligencia artificial será desarrollada en un futuro cercano.
Desde los orígenes de internet sabíamos que esa prodigiosa red de información y comunicación imponía una clara amenaza a la noción de la privacidad. Era claro que nuestros pasos en el ciberespacio dejaban huellas imborrables, escandalosos rastros de nuestra personalidad e intimidad, un auténtico doppelgänger digital que podría revelar secretos a cualquier corporación entrometida, institución policíaca o pandilla de hackeadores. La mayoría de los usuarios, tras dudar y temer, fuimos poco a poco confiando, dando ese salto al vacío que es insertar el número de la tarjeta de crédito en un sitio comercial, hacer una búsqueda de pornografía fetichista poco convencional o asomarnos a una página yihadista radical. De pronto nos descubrimos vulnerables, acosados por ojos inhumanos y anuncios que hacen eco a nuestras compras, obsesiones y búsquedas recientes. El privilegio de estar conectado se paga con la vigilancia y con volvernos transparentes. La digitalización del todo requiere de una buena dosis de resignación y ceguera a las ominosas señales de acoso.
El despertar posible
Mientras esperamos a que tenga lugar el prodigioso despertar de una mente de silicio, ese chispazo de conciencia que se ha dado en llamar la “singularidad maquinal”, llevamos en el bolsillo y tenemos en el escritorio poderosas máquinas inconscientes con las que interactuamos constante e intensamente.
Estos dispositivos quieren hacernos felices, desean crear un pequeño Edén de gratificaciones instantáneas y estímulos permanentes alrededor de nosotros, están programados para cumplir nuestros deseos incluso antes de que podamos formularlos, su misión es mantenernos contentos, pero también deben hacer que la empresa que los manufacturó se sienta satisfecha, al tenerla al tanto de nuestras costumbres, necesidades y pasiones, así como a todos los demás patrocinadores de las aplicaciones que usamos y a las que confiamos nuestro andar por el mundo, afiliaciones políticas e intereses. La información que generamos al recorrer el ciberespacio es de tal magnitud que no le alcanzaría la vida a un ejército de acuciosos analistas para seguirnos las huellas. Ahí vuelve a hacer su aparición la inteligencia artificial que hace posible dar sentido y categorizar cantidades monstruosas de información, realizar millones de operaciones repetitivas y reconocer patrones.
Como dice Jensen Huang, director y uno de los miembros fundadores de la empresa Nvidia: “La IA se está comiendo al software y en un futuro no veremos software que no siga aprendiendo con el paso del tiempo, que sea capaz de percibir, razonar, planear acciones y continuar mejorando mientras lo usamos”.
Artistas y frenólogos
El mercado de automóviles que se conducen solos ha crecido de manera asombrosa y en septiembre de 2017 el Senado estadounidense autorizó que 25.000 vehículos autónomos circulen por las calles y carreteras del país. Se espera que añadirán otros 100.000 cada año y para 2021 estos autos inteligentes no tendrán volante ni pedales pero harán la circulación eficiente y segura. La reconfiguración del automóvil en una máquina móvil dirigida por GPS, redes neurales y unidades de procesamiento gráfico (GPU) transformará a las ciudades y tendrá un enorme impacto no solo en el transporte sino en una variedad de mercados.
China, Rusia y Estados Unidos consideran que las máquinas inteligentes no solo son vitales para el futuro de la seguridad nacional, sino que quien domine en el campo de la IA dominará el planeta. En gran medida esta tecnología es equiparable a lo que fue la energía nuclear en las primeras décadas del siglo pasado: una gran fuente de promesas y ansiedades. Mientras Estados Unidos busca conservar la ventaja que le ha dado su inmenso arsenal, Rusia espera robotizar el 30 por ciento de su equipo militar 1y China aspira a ser el líder en innovación y desarrollo de armas inteligentes para 2030. La diferencia fundamental en el desarrollo de la tecnología de IA con cualquier otro tipo de avance armamentista es que la IA puede ser desarrollada y usada en el contexto civil y comercial.
La IA superinteligente será aquella que rebase las capacidades intelectuales humanas en todos los dominios de manera exponencial
El 12 de septiembre de 2017, el robot YuMi 2 condujo tres piezas de la orquesta filarmónica de Lucca, en Pisa, al lado del tenor Andre Bocelli, después de que el conductor, Andrea Colombini, le enseñó los movimientos necesarios. Quizás la amenaza que representa este robot para la música clásica no sea mucho mayor que la de un mono entrenado, sin embargo, es probable que este tipo de ocurrencias se normalicen y en el futuro sea completamente natural que las orquestas sean dirigidas por robots e incluso que los propios músicos sean también IAs. De manera semejante, el Laboratorio de Arte e Inteligencia artificial de la Universidad Rutgers creó la Creative Adversarial Network, que genera obras de arte que no encajan en los estilos artísticos reconocidos. Trata de crear “maximizando la desviación de los estilos establecidos y minimizando la desviación de la distribución artística”. En junio de 2017, un grupo de individuos fueron incapaces de distinguir las obras creadas por este algoritmo de otras realizadas por artistas humanos.
Estos ejemplos, entre muchos más, ponen en evidencia que nuestra sensibilidad puede ser engañada por “replicantes” -para retomar el término con que se refieren a los androides que se hacen pasar por seres humanos en la película Blade Runner (1982), de Ridley Scott-. Las artes son el reflejo del espíritu humano, de lo que nos distingue de manera definitiva de las máquinas. ¿Qué debemos pensar si nos vemos desplazados del ámbito de la creatividad?
Otro progreso inquietante en el campo de la inteligencia artificial fue el anuncio de un estudio de la Universidad de Stanford, el 7 de septiembre pasado, de que un algoritmo de IA podía reconocer con gran precisión si una persona es gay o heterosexual, simplemente con una foto de su rostro. Este supuesto Gaydar digital presuntamente puede identificar de manera correcta la orientación sexual de los hombres en el 81 por ciento de las ocasiones y de las mujeres el 74 por ciento. En cambio observadores humanos sometidos a la misma muestra acertaron en la orientación sexual de los hombres en 61 por ciento y de las mujeres en 54 por ciento de los casos. Este estudio, llevado a cabo por Michal Kosinski y Yilun Wang propone que: “una cara contiene mucha más información sobre la orientación sexual de la que puede percibir e interpretar el cerebro humano”, esto significa que hay características “atípicas de género”, expresiones y estilos que pueden ser reconocidos por un algoritmo.
Si por un lado este trabajo parece dar herramientas a quienes desean segregar y reprimir a la comunidad LGBT (desde gobiernos y corporaciones hasta familiares y colegas); por otro lado, esta investigación es un argumento en favor de la teoría de que la orientación sexual se debe a la exposición a ciertas hormonas antes del nacimiento, de manera que la gente nace y no escoge ser homosexual.
Pero Kosinski asegura que la identidad sexual es solo una de muchas características que pueden ser identificadas en la foto de una cara, ya que también se puede predecir la ideología, inclinaciones políticas, el coeficiente intelectual (IQ), tendencias criminales y muchos otros detalles personales y privados, con lo que su trabajo parece una actualización de la frenología y un poderoso mecanismo de ingeniería social con alarmantes consecuencias. Recursos como este abren las puertas a un tiempo de absoluta y completa honestidad, impuesta por artefactos digitales y algoritmos incuestionables que se encargarán de ser guardianes de la verdad.
De pronto nos descubrimos vulnerables, acosados por ojos inhumanos y anuncios que hacen eco a nuestras compras, obsesiones y búsquedas recientes
Trabajo y responsabilidad
Una de las amenazas más ominosas que presenta la inteligencia artificial es la desaparición de los empleos. Si bien parece evidente que la introducción de máquinas pensantes abaratará los costos de producción y servicios, hay elementos que debemos tomar en cuenta antes de dar vuelo a la histeria: lo primero es que el índice de productividad en los Estados Unidos de América no ha aumentado en los últimos diez años de manera notable; ha estado alrededor del 1,2 por ciento anual (muy por debajo del 3 por ciento registrado entre 1947 y 1973) y en los últimos dos años, a pesar de una proliferación notable de inteligencia artificial en la industria, ha decaído al 0,6 por ciento. Así mismo, el desempleo en los EEUU está por debajo del 5 por ciento y los sueldos han mejorado un poco -no gran cosa pero van por encima de la inflación-.
Por tanto, la introducción de la IA en la industria no ha deprimido -¿aún?- el mercado de trabajo, no ha generado oleadas de despidos ni tampoco se ha traducido en aumentos brutales de la productividad.
Las máquinas inteligentes aún no están dictando nuestro destino, somos nosotros quienes por conveniencia, facilidad, costumbre, fascinación con lo novedoso o fatalidad, elegimos adoptar ciertas tecnologías. Nuestras decisiones en un futuro cercano podrán llevarnos de ser los amos y dueños de la tecnología a convertirnos en espectadores y eventualmente en mascotas de una civilización maquinal naciente, en seres consentidos, sobre entretenidos, inútiles y desechables. Es nuestra responsabilidad -si logramos despegar los ojos de la pantalla- cuestionar el pacto fáustico que estamos escribiendo con nuestras tecnologías y darnos cuenta de que no bastará darle un “no me gusta” en Facebook a la trayectoria que sigue la tecnocultura para volver a ser los responsables de nuestro destino.
Notas
1“China, Russia and the US Are in An Artificial Intelligence Arms Race” en Futurism. Disponible en https://futurism.com/china-russia-and-the-us-are-in-an-artificial-intelligence-arms-race
2Thuy Ong (2017): “YuMi the robot makes debut as orchestra conductor in Italy”, en The Verge. Disponible en https://www.theverge.com/2017/9/14/16306528/yumi-robot-abb-debut-orchestra-conductor-italy