Métodos para un Espectador Saturado

* Por Pablo Castrillo pabolec@gmail.com

La historia del cine nos ha dejado una infinidad de películas maravillosas. Todos los años se estrenan decenas de títulos magníficos. En televisión se emiten, cada semana, un buen número de series de nivel. Parece imposible abarcarlo todo. Y así es. Por eso, al espectador le toca elegir. Y para elegir bien, hacen falta criterios –eso sí, cada uno los suyos.

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Todavía hay quien dice eso de que “ya no se hacen películas como las de antes”. Sin embargo, sólo hay que pararse a pensar en el que se hace en la actualidad para darse cuenta de que se trata de un tópico vacío. Sully, El Discurso del Rey, Valor de Ley, El libro de la selva, Cómo entrenar a tu dragón, ¿Sigo?  Por otra parte, no hay que olvidarse de la televisión: recientemente hemos visto series como The Killing, The Good Wife, Boardwalk Empire, Friday Night Lights, o la británica Downton Abbey. Todas de nivel. Si, además, uno es un consumidor lento –o simplemente, una persona ocupada– probablemente lleve retraso acumulado en series anteriores como The Wire, Lost… Incluso podríamos remontarnos hasta 24, que ya suena a baúl de los recuerdos. Ante semejante avalancha de oportunidades, es inevitable preguntarse: ¿qué quiero ver? Y cuando uno lleva diez minutos haciendo la lista, no queda más remedio que aceptar la necesidad de establecer prioridades: ¿qué me interesa más? Aquí podemos incluir criterios muy variados: sobre gustos no hay nada escrito. Pero para poder intuir -y digo “intuir” porque garantías, no las vamos a tener nunca- si una película nos gustará o no, hay que hacer un poco de investigación previa. Críticas, sinopsis, reseñas. Variedad de fuentes. También podemos pensar en términos de género: comedia, acción/aventura, drama… Otra cuestión: ¿actual o pasado? Porque hay que estar al día, pero también hay que sacar tiempo para los clásicos más clásicos. Puede ser que alguien tenga un especial interés en determinados autores: Woody Allen, Tim Burton, Joel y Ethan Coen… O actores, o incluso -¿deliro?- quizá guionistas. La lista va tomando forma.

 

Aun así, deberíamos intentar prestar atención a otras cuestiones: sin entrar a la personal vida de cada uno, hay cosas tan variadas como estar al día en la prensa, leer sobre la actualidad política, perderse en algún reportaje cultural, leer una novela… O pasarse por el museo. Ir al teatro. Incluso a la ópera. Un concierto. Lo que sea. Actividades que consumen tiempo. Y la cuestión –oh, mundo cruel– es que el tiempo es limitado. El día tiene 24 horas y punto. Y, por cierto: está demostrado que dormir es muy bueno para la salud… física, pero sobre todo, mental.

 

O sea, que no hay tiempo para todo. Ante tal dilema hay que empezar por reconocer que hay que elegir. Y toda elección, como es sabido, implica un coste de oportunidad. Es decir, que en la vida, habrá algunas películas que veremos y otras que no. Algunos libros que leeremos y otros que no. Y no es ninguna tragedia. Una vez que aceptamos humildemente este hecho, podemos seguir trabajando en esa dichosa lista. Y ahora entran en juego otras preguntas como: ¿qué me aporta? O dicho de otro modo, ¿qué películas me hacen crecer -profesional, intelectual, humanamente- y cuáles no, o no tanto? Una película –como un libro– es un alimento intelectual. Algunos alimentos nos hacen crecer; otros disparan los niveles de colesterol. Algunas veces nos permitimos el lujo de darnos el festín de lípidos, al igual que de vez en cuando vemos, muy a gusto, una típica película comercial -quizá incluso insustancial. Que no se me malinterprete: cada día que pasa me convierto en un más acérrimo defensor del mal llamado “cine palomitero”. Son habitualmente historias simples –el bien contra el mal– muy bien armadas y tremendamente entretenidas. Incluso, con más frecuencia de lo que uno esperaría, son historias sanas. Sin colesterol. A propósito de lo cual, queda otra cuestión por resolver.

 

Las historias, ya sean cine, literatura o meros chismorreos, tienen la particular virtud de atravesar con gran facilidad nuestros filtros intelectuales, por llamarlos de algún modo: el espíritu crítico que todo espectador –lector, oyente– debería poseer. Las historias van derechas al fondo de la mente, del corazón. Echan raíces en el alma. Pueden llenarnos de ideas nobles y altas aspiraciones, o contaminarnos con pobres visiones de la vida, cínicas, desgastadas, amargas. Tal vez, incluso, contrarias a la verdad o a la dignidad humana. De ahí que nos preguntemos por la cuestión moral: ¿Es buena o mala? ¿Me conviene, o no? ¿Me va a hacer crecer, o me va a intoxicar? El dichoso colesterol… No he visto Anticristo (Von Trier), pero sé que no necesito verla. Sé que, con todo el respeto del mundo, para mí sería como beber ácido sulfúrico. Sí he visto, en cambio, otras reputadas películas como Terciopelo Azul (Lynch) o Videodrome (Cronenberg): y puedo decir con total tranquilidad de conciencia que desearía no haberlas visto nunca. Y no se las aconsejo a nadie. Porque, insisto, ciertas historias –y especialmente, ciertas maneras de contarlas– pueden hacer daño. La buena noticia es que  nuestro criterio queda la decisión de enfermar o no. El veneno, ¡al igual que el antídoto!, lo dosifica el espectador, no sólo con su espíritu crítico, sino también con sus elecciones: lo que decidimos ver y lo que no. Y volviendo a lo de antes, puestos a asumir que no hay tiempo para verlo todo, ¿por qué elegir una película que puede resultarnos dañina?

 

Todo esto, claro, exige un matiz. Que una película se mueva en zonas grises y terrenos escabrosos, o incluso sórdidos, oscuros, no quiere decir necesariamente que vaya a resultar venenosa. Primero, porque cada espectador es diferente –no hay dos almas iguales– y a unos afectan unas cosas, y a otros, otras. A mí me encanta poner sal en las comidas, y no me supone ningún problema. A mí abuela, en cambio, la sal le dispara la hipertensión. Pero también hay otra razón: las historias siempre contienen una enseñanza, y no hablo de moralinas. Hablo de la historia en sí misma: lo que le sucede al personaje, lo que él mismo hace y deja de hacer, sus relaciones, su desenlace. Todo esto nos enseña mucho acerca de la vida, acerca del tema que subyace en toda historia. Ante una película como Grupo Salvaje, obra cúspide del mítico Sam Peckinpah, el espectador sabe que se encuentra ante un puñado de mercenarios inmorales, perdedores, asesinos, sanguinarios. No hay moralina: hay, simplemente, historia. Y con ella, enseñanza. Pensemos por ejemplo en el cine negro americano de los cuarenta: El Halcón Maltés, Cayo Largo, Tener y No Tener… El protagonista, interpretado por Bogart en estos tres casos, no tiene mucho de heroico. Nada de príncipes azules. Es, más bien, un hombre de circunstancias, oportunista, que vive una moral gris… o gris oscuro. Pero a lo largo de la historia, con sus elecciones y sus acciones, el héroe se construye. Ocasionalmente, se redime. Lo cual encierra un valor positivo para el espectador, un alimento sano para la mente y el corazón, para el alma. Vayámonos al ejemplo contrario: recientemente estaba viendo Caza a la espía. Se trata de un thriller político de manual, con un ritmo ágil y trepidante, que me cautivó. Sin embargo, conforme los minutos pasaban, no pude evitar caer en la cuenta de que estaba ante un panfleto político, puro y duro. No tomo partido: se esté de acuerdo o no, la película es propagandística, objetivamente. Lo mismo se puede decir de la de otro modo impresionante V de Vendetta, que es puro adoctrinamiento en forma de película. Lo cual no quiere decir, necesariamente, que no haya que verla (es un trabajo estético despampanante, por ejemplo) pero sí hay que caer en la cuenta de ello.

 

Con frecuencia se presentará el dilema entre la calidad técnica y la cualidad moral. Un brete. El interés científico o cinéfilo, y el afán por aprender, recomendarán en ocasiones exponerse a historias menos edificantes. Otras veces, en cambio, no merecerá la pena. Lo que no se puede hacer, no puedo yo ni puede nadie, es dictar qué ver y qué no ver. Allá cada uno. Siempre es acertado pedir consejo a personas con criterio, pero como hemos dicho, cada espectador es diferente, de modo que el consejo debe ser personal –“personalizado”, debería decir. Volviendo al comienzo: si uno se para a pensar en la cantidad de películas que se han hecho, la cantidad de historias que se han contado, está claro que nos vamos a dejar la mayoría en el tintero. Así que, puestos a elegir, intentemos elegir lo mejor posible.