Calidad del contenido: 3/5

Violencia: +12

Miedo: +12

Sexo: + 18

Drogas: + 12

Conductas imitables: +18

Lenguaje: +18


 

Adam Price es el creador de una de las mejores series europeas del siglo XXI: la ficción política danesa “Borgen”. Las 3 temporadas y sus 30 capítulos fueron emitidos entre 2010 y 2013 logrando una incontestable repercusión internacional. A pesar de coincidir en el tiempo con una serie tan promocionada -y, en mi opinión, sobrevalorada-, como “House of cards”, el prestigio de esta producción danesa no ha hecho más que crecer con el paso del tiempo, aumentando su eco a través de los nuevos canales de pago.

“Algo en que creer” intenta retratar algo tan nórdico como es la compleja vida de una comunidad en torno a una iglesia protestante. El cine danés ya había ofrecido títulos fundamentales sobre las relaciones entre Dios y el hombre en películas que van desde la magistral “Ordet” (La palabra)” (1955) de Carl Theodor Dreyer a la impactante “Rompiendo las olas” de Lars Von Trier (1996). Adam Price tiene la intención desde el principio de hacer una serie hija de su tiempo, con los conflictos e incertidumbres del momento actual. Sabiendo que trata asuntos muy sensibles ha procurado que la serie mantenga los elevados índices de calidad de “Borgen” en interpretación, guion, personalidad visual y acierto en la banda sonora. En muchos casos lo ha conseguido: sólo hace falta ver los créditos iniciales para comprobar que es una serie que aspira muy alto.

Sin embargo la serie acaba tropezando con la misma piedra que otras ficciones mediocres y efectistas. Con el paso de los capítulos queda claro que los guionistas tienen muy claro que el itinerario de los personajes debe ser traumático y sorprendente, aunque en muchas ocasiones sea ilógico o inexplicable. Los cambios de registro y los conflictos religiosos derivan en comportamientos más paranoicos que sobrenaturales que hacen imposible comprender el desarrollo de la historia. El único motor que parece mover a los personajes es un sentimentalismo enfermizo asociada a una espiritualidad carente de trascendencia y dominada por una sexualidad omnívora. El reparto es tan extraordinario que consigue aportar matices de humanidad en figuras esculpidas con evidente tosquedad, pero el desarrollo de la trama y los personajes es epidérmico y caprichoso, demasiado pendiente de acumular volantazos dignos de un folletín.

En las dos temporadas de “Algo en que creer” sería dificil sumar algún ingrediente controvertido y actual que no aparezca en la serie. Terrorismo islámico, alcoholismo, drogadicción, ideología de género, aborto, traumas infantiles, eutanasia, infidelidad… Eso no sería un lastre definitivo si la resolución de los conflictos no fuese tan superficial e insatisfactoria. Desde el riguroso gran patriarca que apenas siembra crueldad e incertidumbre en su comunidad y en su propia familia al idealista y extravagante joven pastor, ningún personaje aporta algo de luz en un paisaje tenebroso. Es evidente que los guionistas lo saben e incluyen válvulas de oxígeno que van desde la filosofía budista a visiones y milagros más cercanos a la Ciencia-Ficción o al thriller psicológico que a la religión cristiana.

Se echa mucho de menos un personaje que tenga más certezas que dudas, que no siempre acuda a lo políticamente correcto o a la respuesta sentimental como único manual de instrucciones, que trate con naturalidad con las realidades sobrenaturales. En el cine de los últimos años hay retratos religiosos magistrales en esa dirección: “De dioses y hombres”, “Disparando a perros”, “El árbol de la vida”, “La Pasión”, “Maktub”, “Hasta el último hombre”, “Un Dios prohibido”, “Converso”… La televisión, que en otros géneros se ha equiparado a la gran pantalla, todavía no ha llegado a esos niveles.

Es difícil hacer una serie sobre Dios, pero es mucho más difícil cuando tampoco hay una idea concreta de quién es el hombre. Y aquí sólo queda claro que las criaturas son seres perdidos que van dando vaivenes temperamentales y que necesitan “algo en que creer”, con independencia de la verdad de estas creencias. La subjetividad se traduce entonces en un idioma que no hay que intentar entender porque cada uno habla una lengua propia, perfectamente incomprensible para el resto de los mortales. Esta incomunicación se transmite en la serie y, al menos en mi caso, me alejan de unos personajes que en sus comienzos parecían cercanos, profundos y sinceros.

Sobre el crítico

Claudio Sánchez de la Nieta

Crítico de cine y televisión de iCmedia, Aceprensa y Fila Siete. Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.