Por Pablo Castrillo pabolec@gmail.com

cebollas

La teoría de las cebollas no es ninguna genialidad, pero surgió de forma natural en una conversación que, de no ser por las bebidas frías, habría sido acalorada. La memoria del ogro Shrek precipitó la idea y el posterior argumento: “Los ogros tienen capas, las cebollas tiene capas”. Yo creo que así es el ser humano. En el centro de la cebolla está su dignidad, su corazón, su alma. Su capacidad de compadecerse, de empatizar, de sentir por otros — como cada uno dé en llamarlo. Y alrededor, como en esferas concéntricas, las capas de la cebolla. Esas capas son barreras de sensibilidad, progresivamente articuladas, desde el cogollo más tierno hasta la costra más rígida. Y cada vez que una de esas capas se rompe, ya no se vuelve a recomponer. Claro está, existen grados: no es lo mismo una leve impresión, más o menos lacerante, que una perforación a golpe de taladro neumático.

No sé si me estoy explicando suficientemente. El principio básico es muy fácil de entender: “Uno no puede des-ver lo que ha visto”. El ser humano es impresionable por naturaleza. Todo lo que ve, oye, toca, huele o saborea deja una impresión en él.  Como una carretera recién asfaltada, en la que quedan impresas indeleblemente las suelas de unos zapatos o el patrón de una rueda. Estamos hechos de huellas. Pero a nosotros no se nos arregla con una apisonadora. Dirán algunos que el ser humano olvida, que no toda huella permanece para siempre. Y es que no todas las huellas son iguales. Las mejores probablemente dejen el rastro de un nuevo conocimiento: trazos de la realidad, experiencias de lo bello, o una comprensión más profunda del mundo. Las peores huellas, en cambio, son golpes asestados sobre piel y carne y hueso: cardenales que se desvanecen con el tiempo o cicatrices mal cerradas. O simplemente, heridas. Traumas.

La discusión de las cebollas empezó a cuenta de Juego De Tronos. Y de Nymphomaniac. Y de El Lobo de Wall Street. Y ahora, al encontrarme en las redes con el rastro humeante del trailer de Cincuenta Sombras de Grey, no he podido evitar sentarme a teclear. Aunque esto venía de mucho antes: por algún motivo que habrá que dejar al escrutinio de antropólogos y filósofos, de modo convencional y arbitrario, el cine decidió asentar los pilares de su atracción comercial en lo que algunos llaman “shock value.” El impacto. Casi siempre, en forma de violencia y sexo. Y aunque el segundo nos resulte mas llamativo que la primera, cada vez tengo mayor convencimiento de que ambos, explícita y gratuitamente presentados en la pantalla, son inyecciones letales de cloroformo en el corazón. El sexo —o simplemente, “lo sexy”— lentamente disuelve las capas de la cebolla, mientras que la violencia las perfora y barrena con técnicas de minería pesada.

A estas alturas la mitad de los lectores se han quedado atascados en la breve selección de ejemplos con que he abierto el párrafo anterior. (Es decir, la mitad de los que han seguido leyendo a partir de las primeras líneas). No nos atoremos, que los ejemplos son sólo eso, ejemplos. Y además intercambiables. Soy consciente de que estoy extendiendo un duro juicio sobre la totalidad de la cuestión, y eso es más o menos imposible. ¿Se puede defender Breaking Bad como una historia de prevención, un descenso a los infiernos con intenciones pedagógicas, al tiempo que se denuncia con escándalo la explicitud sexual y el retorcimiento sádico de Juego De Tronos? Hace unos años asistí a un congreso en el que un grupo de sabios, de esos que piensan sobre lo que hacen más de lo que hacen sobre lo que piensan, se preguntaba por la naturaleza y oportunidad del mal en el cine (en la ficción narrativa, por extensión). La conclusión de aquellos sabios, o al menos lo que yo percibí como tal, fue que no hay inconveniente moral en presentar el mal, siempre y cuando se presente lo bueno como bueno y lo malo como malo. Parece una receta fácil. Pero nuestra incesante fascinación por lo desconocido siempre nos lleva a intentar explorar los límites. Por eso Heisenberg es, para la audiencia, un personaje que camina la fina línea entre el desprecio y la admiración — y por eso el final de la serie completa es como es.

Pero creo que esta fórmula de la “moral audiovisual” —por llamarla de algún modo— es insuficiente. Porque no basta con mirar al fondo; también cuenta la forma. Y en un medio casi esencialmente plástico, cuenta especialmente. Se puede narrar el mal, desde luego, ¿pero hace falta verle el color de las pestañas, los poros de la piel, o incluso las tripas? Una de las secuencias más desoladoras que recuerdo tiene lugar en Sed de Mal (Orson Welles, claro) cuando una banda de matones acorrala a Janet Leigh en un hotel de carretera. El sentimiento más doloroso y desesperante nos alcanza cuando uno de los sicarios cierra la puerta de la habitación… por dentro. Janet Leigh se queda con ellos, y nosotros nos quedamos fuera. Intuimos el resto sin necesidad de forcejeos ni gritos desgarrados. Y nos parte el corazón. Somos capaces de percibir tal sutileza porque aún quedan capas intactas en la cebolla. Y, con perdón pero sin remilgos, compadezco a quienes carecen de la sensibilidad para experimentar esta emoción. Y más aún, a quienes se someten voluntariamente a las escenas de descomposición visceral en Saw, de violación incestuosa en Juego De Tronos, o al sexo violento de Roma.

En respuesta a esta clase de razonamiento he oído decir que, sin la representación (explícita) de estas realidades, nuestro conocimiento del mundo sería insuficiente o demasiado limitado. En mi experiencia personal, habiéndome enfrentado a películas de Lynch, Cronenberg, Tarantino, o Von Trier, y otros más mainstream como De Palma o Scorsese, he llegado a la conclusión de que lamento haber visto —y oído, por supuesto— ciertas escenas de ciertas películas. Esto no es una enmienda a la totalidad, ni pretendo convertir a estos cineastas en proscritos. No tiene sentido negarles sus virtudes, de un orden u otro. Pero sí es una reflexión ponderada de quien es consciente de haber perdido por el camino unas cuantas capas de la cebolla.

Y entre los restos color castaño de esas hojas muertas —no sabemos si volverán a crecer— nos vamos haciendo insensibles a los verdaderos horrores que pueblan el mundo, desde los conflictos armados de bomba y fusil, hasta la marginación periférica de las grandes capitales, o incluso la indigencia del propio barrio. Nos podemos convertir en seres de piedra, sin alma, o en monstruos sin sensibilidad, ogros como las cebollas de Asno: “Si las pones al sol, se ponen marrones y les salen pelitos blancos”.