
Durante mucho tiempo, “adicción” era casi solamente “drogadicción”. Pero en los últimos años han empezado a proliferar adicciones que no son a sustancias, sino a comportamientos, en especial con ocasión del uso excesivo de aparatos digitales. Son como efectos secundarios de una sociedad de abundancia y sobrestimulada.
RAFAEL SERRANO – https://www.aceprensa.com/
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La ludopatía –una vieja adicción comportamental– ha migrado, en buena parte, al ciberespacio, con las apuestas y otras formas de “juego” online, como las inversiones en Bolsa o la especulación con criptomonedas. Ahora hay, además, adicción a la pornografía –la más extendida, la que más preocupa y la más investigada–, digital también; a los videojuegos; a las redes sociales; a las compras por internet; al sexo y a las novelas eróticas.
La ola adictiva está llegando a las consultas de los psiquiatras. Nos dice el Dr. Enrique Rojas: “Las adicciones se han multiplicado entre la gente joven desde los 12 o 13 años hasta el final de la adolescencia; más que a sustancias, a comportamientos: a las pantallas, a TikTok, a Instagram, a la pornografía. Y esto ha llevado a un aumento de casos de anorexia, bulimia, ortorexia (obsesión por comer sano), vigorexia (obsesión por hacer ejercicio para no engordar), dismorfias corporales (obsesiones que llevan a la cirugía estética)”.
Otro psiquiatra con quien hemos hablado, el Dr. Carlos Chiclana, añade, con datos sobre la evolución entre 2018 y 2024, que dentro del aumento general de las adicciones –también a sustancias–, “algunas se mantienen, como el juego de azar online; otras han disminuido ligeramente, como el juego presencial, y otras van en aumento, como las que son consecuencia del uso de dispositivos: abuso de internet, pornografía, videojuegos”.
Conductas compulsivas
¿Qué está pasando? Parte del crecimiento detectado, advierte el Dr. Chiclana, se debe a que han mejorado el diagnóstico y la notificación por los profesionales, y a que hay mayor conciencia del problema entre la población. Aun así, resulta clara la rápida expansión de conductas compulsivas o problemáticas que no existían en tiempos predigitales.
De todas formas, no se debe emplear el término adicción con ligereza. No todos los especialistas admiten que haya verdadera adicción a la pornografía o a internet. La Asociación Psiquiátrica Americana, cuando estaba elaborando la última versión de su famoso manual de diagnóstico (DSM-5, publicado en 2013), no se planteó incluir la adicción a la pornografía online.
La adicción propiamente dicha tiene unos rasgos que no necesariamente se dan en las personas de las que decimos que están “enganchadas al móvil”. Uno es la fuerte ansiedad por consumir o usar, que lleva al síndrome de abstinencia algún tiempo después de la última dosis. Otro rasgo más es la tolerancia: la necesidad de dosis cada vez mayores o más frecuentes para obtener la gratificación deseada o eliminar el malestar. Finalmente, el adicto se siente incapaz de dejar el hábito, pese a las consecuencias perjudiciales que le acarrea en distintos ámbitos de la vida: familia, relaciones con otras personas, trabajo, finanzas…
Como precisa el Dr. Chiclana, “para desarrollar una adicción con todas las letras, y no solo un uso problemático o un consumo perjudicial, por lo general han de conjugarse factores biológicos, psicológicos, sociales y circunstancias personales. No depende solo de la conducta de la persona, sino que influye también un entorno psicológico, familiar y social complejo”. Así pues, si bien se ha producido una fuerte difusión de las “drogas digitales”, solo una pequeña minoría de usuarios se han convertido en adictos; muchos otros no pasan de tener un uso excesivo-compulsivo más o menos marcado.
Ahora bien, los casos extremos dan indicios del poder adictivo que tienen algunas conductas favorecidas por el entorno digital. El escritor norteamericano Gary Wilson (1956-2021) ofrece en su libro Your Brain on Porn (Commonwealth Publishing, 2.ª ed.: 2017) testimonios de consumidores compulsivos de pornografía, como este: “Me asombra lo rápido que quedé enganchado. Empecé a perder días de trabajo por navegar en webs porno”. Como él, hay muchos: un estudio citado por Wilson estima que los adictos son en torno al 28% de los hombres que consumen pornografía habitualmente.
La psiquiatra, también estadounidense, Anna Lembke, autora de Dopamine Nation (Dutton, 2021; trad.: Generación dopamina, Urano, 2023), cuenta en esta obra el caso de un paciente enganchado a la búsqueda y compra de productos por internet. “El colocón –escribe la autora– comenzaba con la decisión de qué comprar, continuaba mientras esperaba la entrega y culminaba en el momento en que abría el paquete”. Llegó a tener habitaciones llenas de cosas inútiles y deudas de decenas de miles de dólares. Pero la satisfacción fue yendo a menos (tolerancia) y la ansiedad no se calmaba. Acabó encargando cosas cada vez más baratas y devolviéndolas nada más recibirlas. Si lo suyo no era adicción, se le parece mucho.
No todo está en el cerebro
La aparición de adicciones comportamentales en los años recientes ha impulsado nuevas líneas de investigación y ha llevado a revisar ideas comúnmente aceptadas. Los psicólogos españoles José María Ruiz Sánchez de León y Eduardo José Pedrero Pérez relatan esta historia en su obra Neuropsicología de las conductas adictivas (Síntesis, 2019).
Desde los años 80 del siglo pasado, el paradigma dominante –adoptado por el DSM-3– fue definir la adicción como un trastorno cerebral. Se observó que las drogas actuaban sobre el circuito de recompensa, excitando la liberación de dopamina, y acababan causando alteraciones morfológicas y funcionales en varias áreas del cerebro implicadas en la motivación, el razonamiento y las emociones.
Pues bien, resultó que en los pacientes con adicciones comportamentales se hallaron síntomas como los que presentan los drogadictos: irreflexividad, mala gestión del estrés y de las emociones… y también el síndrome de abstinencia. Y se observaron además cambios cerebrales semejantes, aunque no había ningún agente bioquímico –ninguna droga– que los causara. Según Marc Lewis en su obra The Biology of Desire: Why Addiction Is Not A Disease (2015), “la adicción es una conducta aprendida, y modifica el cerebro porque cualquier aprendizaje lo hace; y es más difícil de extinguir porque es una conducta habituada altamente motivada”.
Un indicio en favor de esa tesis es que, como se ha podido comprobar, los cambios estructurales y funcionales en el cerebro son reversibles, de modo que la configuración normal de las zonas afectadas comienza a restaurarse cuando se abandona el hábito. Y el restablecimiento cerebral no siempre se produce con el concurso de fármacos, pues la mayoría de las personas que se recuperan de una adicción lo logran sin necesidad de tratamiento, según estudios citados por Ruiz y Pedrero.
Por esas y otras razones, muchos especialistas consideran hoy que el paradigma de la patología cerebral es demasiado biologicista. Así, se han propuesto otros que incorporan factores psicosociales. Pero ninguno explica todo, pues la adicción es un fenómeno complejo en el que se da una multiplicidad de influencias que confluyen, a la postre, en la historia personal.
Ruiz y Pedrero concluyen que, contra lo que han dicho incluso personalidades como el premio Nobel Francis Crick, no es verdad que “todo está en el cerebro”. Más bien, “es la interrelación permanente entre el cerebro y su ambiente lo que proporciona explicaciones que tienen valor científico”. Dicho de otro modo: “En realidad, no todo está en el cerebro, aunque todo pasa por el cerebro”.
Adicciones sin sustancia
Así pues, sin droga alguna, se puede desarrollar una adicción o una compulsión por causas psicológicas. Por otro lado, en una adicción comportamental no siempre hay una patología subyacente –como ansiedad o depresión–, pero la misma adicción puede provocarla.

En todo caso, una condición imprescindible para que se forme el hábito adictivo es que aquello que incita a él esté disponible. Lembke recuerda la historia de la ley seca, vigente en Estados Unidos de 1920 a 1933. Se abandonó porque el negocio de las bebidas alcohólicas pasó a la clandestinidad, quedó dominado por organizaciones criminales y provocó una ola de delincuencia violenta. Pero la prohibición tuvo su lado bueno: al retirar los licores de las tiendas y hacerlos más difíciles de obtener, el alcoholismo experimentó un fuerte descenso.
Ahora, observa Lembke, “la ubicuidad de los productos adictivos (…) nos hace a todos más vulnerables al consumo excesivo-compulsivo, incluso aunque no cumplamos con los criterios clínicos de adicción”. Ella misma confiesa que durante un tiempo fue una lectora compulsiva de novelas eróticas en el Kindle.
Wilson, por su parte, cita unos estudios que registran un drástico aumento, en solo tres años, de consumo diario de pornografía entre adolescentes: del 5% en 2008 al 13% en 2011. ¿Qué pasó? Es una hipótesis no probada, pero algo que sucedió fue que en 2007 salió al mercado el primer iPhone, que puso internet al alcance de la mano con una interfaz gráfica de buena calidad. Pasó el tiempo; en 2017, según un estudio australiano, el 39% de los hombres de 15-29 años veían porno todos los días, casi siempre en el móvil.
Además de pornografía, el móvil sirve rápidamente juegos, apuestas, vídeos, curiosidades, compras, contactos, aprobación –o lo contrario– en las redes sociales, literatura erótica… (y también, naturalmente, comunicaciones necesarias e informaciones valiosas).
La trampa de la gratificación inmediata
La abundancia de cosas tentadoras que ver o hacer tiene en particular dos peligros.
Uno es la gran variedad del menú digital. La psicóloga Sherry Pagoto, profesora de la Universidad de Connecticut, pone un ejemplo: “Uno come más en un bufé que si en la mesa no hay más que un filete”. Moraleja: “Evita los bufés de la vida” (Psycology Today, 7-08-2012).
Otro peligro es que incita a buscar la satisfacción rápida. “En el ecosistema dopaminérgico de hoy –comenta Lembke–, todos hemos sido condicionados para la gratificación inmediata. Queremos comprar algo, y al día siguiente llega a nuestra puerta. Queremos saber algo, y en un segundo aparece la respuesta en nuestra pantalla. ¿Estamos perdiendo la capacidad (…) de tolerar la frustración cuando no encontramos una respuesta de inmediato, o cuando tenemos que esperar para obtener las cosas que deseamos?”.
Son dos trampas peligrosas que estimulan el exceso y la repetición. Se desencadena entonces el proceso adictivo, porque mientras el deseo tiende a reforzarse, la satisfacción sigue la ley del rendimiento decreciente: así aparece la tolerancia y se realimenta la ansiedad. Wilson anota que la dopamina, a veces llamada la “molécula del placer”, en realidad es más bien la de la motivación: dispara la búsqueda de la recompensa, más que el placer que esta reporta. El sistema de motivación es más fácil de estimular y más fuerte que el de recompensa; o sea, resume Wilson, “buscamos más que nos satisfacemos”.
Quizá esto explique en parte, como observa Lembke, que las encuestas encuentren más ansiedad en los países ricos. Según se ve, la expansión del deseo no acrecienta el contento, y los que tienen menos no caen tan fácilmente en la inquietud de querer más.
El lado oscuro de la abundancia
De ahí que “la cuestión de cómo moderarse se está volviendo cada vez más importante en la vida moderna”, en palabras de la psiquiatra norteamericana. Los especialistas recomiendan medidas contra las adicciones, o para prevenirlas, que uno puede poner en práctica, con independencia de que necesite tratamiento o no.
Hay que empezar por la autorrestricción, o apartarse de las tentaciones, dicho en lenguaje llano. “Nuestro equipo –dice el Dr. Rojas– sugiere que se haga un ‘parking de móviles’, empezando por los mismos padres, como ejemplo para sus hijos: es decir, dejarlos aparcados en un cajón, sabiendo las consecuencias que trae su uso excesivo”.
Hay más remedios. Por ejemplo, si el problema es el sexo o la pornografía, hay que destruir todo el material guardado, evitar las imágenes insinuantes, practicar el pudor… Si se trata de las apuestas deportivas online, hay que renunciar a ver competiciones, a la información de deportes, autoexcluirse de los sitios de apuestas. Otra estrategia que sirve para toda clase de compulsiones es llevar un registro del tiempo que empleamos en ellas, porque tendemos a minusvalorarlo, y saber cuánto es realmente funciona como un revulsivo y nos permite proponernos metas. También es eficaz ejercitarse en retrasar la conducta, para dar tiempo a que se atenúe el impulso sentido.
Además, se necesita encontrar actividades alternativas a las conductas compulsivas. Contra las digitales se ha demostrado beneficioso frecuentar entornos naturales, sin tecnología: un simple paseo por un parque puede servir. Contra todas, sirven prácticas que calman la ansiedad, desvían la atención del objeto del deseo o dan sentido a la vida. Estas son algunas que Wilson y Lembke extraen de la experiencia de personas que han luchado contra una adicción: hacer ejercicio o caminar, meditar, la ducha fría, cultivar la vida de familia y la amistad, tener aficiones, dedicarse a actividades creativas o solidarias.
“Es importante señalar que hay salida, que te puedes recuperar de la adicción”, subraya el Dr. Chiclana. Si uno no puede solo, “hay tratamientos y programas –está demostrado que funcionan– que ayudan mucho, tanto en los servicios públicos, como privados, online y presenciales. También ayudan las fraternidades y los grupos basados en los 12 pasos”, el método ideado por Alcohólicos Anónimos.
Como revelan los testimonios recogidos en los libros de Wilson y Lembke, quienes logran liberarse de una adicción comportamental o de una conducta compulsiva descubren todo lo bueno que estaban perdiéndose porque dejaron de verlo. Habían caído en el lado oscuro de la sociedad del bienestar.