La última película (2021)

Fascinación por el cine

Preciosa y explícita declaración de amor al cine venida de tierras indias. El prestigioso guionista y director Pan Nalin (Samsara) firma su mejor película hasta la fecha, un derroche de admiración por séptimo arte y por su maravillosa capacidad de contar historias. Con clarísimas reminiscencias de Cinema Paradiso, el cineasta indio entrega una película menos melancólica que la de Tornatore y quizá también con menos aristas, pero con una visión tan clásica del arte del cine que entronca igualmente con la tradición del pasado, con la magia de la sala oscura y la artesanía asociada a las películas de celuloide, a los grandes proyectores, al misterio adherido a las ocultas cabinas donde el operador llevaba a cabo su trabajo.

La última película invita a ser niño una vez más. Es un toque de atención para los adultos, para que vuelvan a la época del asombro y se maravillen de nuevo ante la belleza que les rodea. La rutina nos vuelve cegatos y por eso nos refresca ver al jovencito protagonista descubriendo los paisajes con tonos diversos, con los colores vivos –verde, azul y rojo– que capta a través de vidrios de desecho. Es tal el ansia por descubrir el misterio de esa luz que se imprime en la pantalla, que el pequeño Samay arrastra a su pandilla a disfrutar con él de su pasión. Encomiable resulta así su inventiva para fabricar un proyector, su audacia para conseguir trozos de películas, por disfrutar con una sonrisa ante la filmación más rudimentaria. Apoyándose en el cambio de los tiempos y el progreso de la tecnología, Nalin ofrece además materia de reflexión a la hora de enfrentar dos modos de ver la vida, el de la imaginación y del arte que enriquece el alma, pleno de romanticismo (¡ese beso a la máquina es de una potencia arrolladora!) y el de la pura utilidad, que transforma la belleza inmortal de los grandes creadores en algo perecedero, en mero producto de consumo.

Por lo demás, hay en la película una mirada llena de sensibilidad al hablar de la familia, del sacrificio, del valor de la amistad, de la generosidad de los que no tienen nada. Ciertamente, en su primera mitad hay alguna fase más morosa y reiterativa, pero la impresión general de La última película es en verdad magnífica, a veces conmovedora. Por supuesto, el delicado uso de la música (procedente casi siempre de la vieja sala de cine) y del color se nota muy especialmente, como no podía ser menos en una producción india, un tratamiento sensorial que también se traslada al mundo de la cocina, de las especias, de las hortalizas que amorosamente prepara la madre cada día, con una inmensa ternura que desconoce –ay– el destino final de sus desvelos. Todo el reparto hace un trabajo excelente, pero hay que extasiarse ante la composición de Bhavin Rabari como el pequeño Samay. Qué caras, qué miradas, qué apoteósico carácter desprende con esa figurilla tan menuda pero tan llenísima de vida y de esperanza.

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