Seabiscuit (2003)

Pequeño gran caballo

Es verdad que las películas de género deportivo suelen tener demasiadas veces un factor en contra: su previsibilidad. Pero también es cierto que se prestan, quizá también más que ninguna otra, a reflejar la vida humana en su faceta más romántica: la de lograr que los sueños se hagan realidad. Películas como Seabiscuit son capaces de arrancar en el espectador una emoción verdadera, el ansia de no rendirse jamás ante las dificultades, la convicción de que aunque seamos pequeñas personas siempre seremos capaces de hacer cosas grandes. Y eso es importante para mantenerse vivo.

Gary Ross adapta el libro de Laura Hillenbrand, basado en hechos reales, y él mismo se encarga de dirigirlo. Su cámara se mueve con soltura al filmar las carreras –magnífica fotografía de John Schwartzman–, con primorosos primeros planos llenos de fuerza y belleza. Pero su guión no olvida esos temas de los que hemos hablado antes, concediendo un dramatismo notable al mundo interior de los personajes, plagados de tristezas, dudas, contradicciones, pero también de esperanza: corazones magullados, pero todavía vivos. Logra de este modo una película brillante y humana, también gracias al excelente reparto, entre los que destaca Jeff Bridges. Su grito final emociona de verdad.