
El reino (2018)
Chivo expiatorio no, gracias
Manuel López Vidal se dedica a la política. Vicesecretario de su innombrado partido a nivel autonómico, aspira a suceder un día, quizá, al presidente de la comunidad. Entretanto concibe su actividad no como servicio a los ciudadanos, sino al propio bolsillo y al de sus compañeros. Casado y con una hija adolescente, acostumbrado a hacer y deshacer, y a la buena vida, el escándalo estalla de la noche a la mañana, cuando la guardia civil registra la casa de un amigo y miembro prominente del partido. Los dedos acusatorios y las pruebas acaban señalando a Manuel, convertido en conveniente chivo expiatorio. Pero él no está dispuesto a caer solo, sabe demasiado, y tratará de mover las fichas del complicado tablero de la podredumbre política para salvar el pellejo, o al menos llevarse a todo el que pueda por delante.
Sorogoyen y su coguionista habitual Isabel Peña componen una trama intrigante y adrenalítica, que no deja al espectador un momento de respiro, y donde brilla la composición de los personajes –Antonio de la Torre está inmenso como protagonista, pero también los secundarios, que componen una amplia y variada tipología humana de personas que han hecho de la política un “modus vivendi” lamentable– y sus afilados diálogos, las situaciones y escenas donde todos tienen mucho que ocultar.
Hay muchas acusaciones y reproches, pero también destaca lo que no se dice, las miradas son más que elocuentes, por ejemplo la de la esposa de Manuel, cuando salen a relucir los gastos de la tarjeta de crédito en un club de alterne. Tampoco es complaciente el film con las nuevas generaciones, acostumbradas a una vida y cómoda y aletargada, véase a la hija de Manuel, o a la de otro de los socios con su fiesta clandestina en Andorra. Resulta modélico el final, que interpela al espectador y le obliga a reflexionar sobre la corrupción y la complicidad mayor o menor de la opinión pública con esta lacra, la distinción entre lo que está bien y lo que está mal.