Texto integral de la comparecencia. Ante todo, quiero dar las gracias a todos los partidos políticos de la Comunidad de Madrid, por dejar de lado cualquier diferencia y haber puesto el énfasis en la importancia de atender un asunto de tanta valía como es el del cuidado a la infancia y a la adolescencia, creando esta Comisión de Estudio para abordar el uso de la tecnología en los niños y los jóvenes. Para entender cómo la tecnología afecta a los niños y a los jóvenes, es importante entender como son ellos: cómo aprenden y cuáles son sus necesidades reales en cada etapa de su desarrollo. Es preciso comprender lo que podríamos llamar “las leyes naturales de la infancia”, que no necesariamente obedecen a las leyes positivas, a las modas, o a las posturas políticas a veces adulto-céntricas. Las leyes naturales de la infancia no son conservadoras, ni progresistas. Responden, sencillamente a lo que reclama la naturaleza del niño. Cuando se legisla en contra de esa naturaleza, o se deja de legislar acorde a sus necesidades, ésta se tuerce y se rebela. Dice Montessori, “cuando el niño muestra un comportamiento inesperado que nos disgusta, pocas veces el adulto llega a la conclusión de que este comportamiento es un grito, una protesta de la naturaleza, porque se le ha impuesto al niño algo que va en contra de su dignidad, o se le ha privado de algo imprescindible para su desarrollo.” Así pues ¿cómo aprenden los niños? Entre los 0 y los 6 años aprenden de dos formas: 1) a través de experiencias sensoriales de calidad ajustadas a sus ritmos internos y 2) a través de las interacciones personales con sus principales cuidadores. En esta franja de edades, su pensamiento abstracto está en desarrollo y es incipiente. Esta es la razón por la que los niños no aprenden a través de una pantalla. De hecho, hay evidencias en la literatura pediátrica que hablan del efecto deficitario del video. Este efecto describe la dificultad que tiene un niño para trasladar una imagen de 2 dimensiones a un plano de 3 dimensiones. En otras palabras, cuando un niño tiene una experiencia virtual, tiene déficit de aprendizaje. La literatura pediátrica habla también del efecto desplazamiento. ¿En qué consiste este efecto? Es la idea del coste de oportunidad. No es suficiente decir que algo no hace tanto daño. Hay 24 horas en un día, y lo que los niños dedican a activades que no contribuyen a su buen desarrollo es tiempo perdido. No olvidemos que los primeros años son etapas críticas, especialmente para el neurodesarrollo. De hecho, la literatura científica apunta a una serie de inconvenientes cuando un niño está expuesto a una pantalla en una edad temprana: impulsividad, inatención, disminución del vocabulario, entre otros. Esa es la razón por la que la Academia Americana de Pediatría recomienda, de 0-2 años, cero tiempo de pantalla, y de 2 a 5 años, menos de una hora al día. La Asociación Canadiense de Pediatría llega a las mismas conclusiones y dice claramente: “ninguna evidencia apoya la introducción de la pantalla en la infancia”. Estas recomendaciones no son sugerencias o consejos educativos, son recomendaciones de salud pública. Los criterios educativos deberían ser mucho más restrictivos, pues lo que busca la educación, no es “evitar el daño”, sino “aportar excelencia”. Por lo tanto, un colegio que tuviera pantallas en sus aulas de infantil no sería un colegio de calidad. El recurso a las pantallas debería estar prohibido en esa etapa, pues hablamos de una cuestión de salud pública. ¿Por qué, a pesar de ser una cuestión de salud pública, la opinión general ha sido refractaria a ese discurso hasta hace unos meses? Porque estamos ante una de las industrias más poderosas de nuestros tiempos, que tiene presupuestos ilimitados para hacernos pensar que sus productos contribuyen al buen desarrollo de nuestros hijos. “Realidad digital”, “Salud digital”, “Nativo digital”, “Brecha digital”, “futuro digital”, “paternidad digital”, “competencia digital”. Ellos han sido muy hábiles en introducir en nuestro lenguaje cotidiano formas de entender el mundo que han cambiado nuestra mentalidad y nos han hecho ver sus productos como un factor imprescindible e ineludible para el ser humano. Las empresas tecnológicas, tanto las que venden dispositivos como aplicaciones o plataformas webs, no están en el negocio de entregar dispositivos, o plataformas, o contenidos a sus usuarios/clientes; están en el negocio de entregar la atención de los usuarios/clientes a las empresas que patrocinan sus contenidos. Para ello, contratan a las mentes más brillantes (psicólogos, ingenieros) que saben incorporar mejoras tecnológicas (ej. El scrooling infinito) o contenidos adictivos para retener la atención en línea de sus usuarios el tiempo más largo posible. Para crecer en bolsa, esas empresas necesitan aumentar su base de clientes, incorporando cuentas de menores de edad y vendiendo sus datos a terceros. Como decía uno de los conocidos iconos del capitalismo salvaje, Milton Freedman, “la responsabilidad del ejecutivo es manejar los negocios de acuerdo con los deseos de sus accionistas, que generalmente consiste en ganar tanto dinero como sea posible, cumpliendo con las leyes y las costumbres éticas”. En otras palabras, los directivos de esas empresas tienen la obligación “por ley”, de poner los intereses de sus accionistas por delante de los intereses de la infancia y los únicos límites a esa lógica salvaje son las leyes que vosotros hacéis para proteger a los más vulnerables, que son los niños y los jóvenes. Por lo tanto, pensar en que la solución se encuentre en la auto-regulación de la industria y en el ejercicio de su responsabilidad social ya no es ser ingenuo, es desconocer por completo el ABC de la lógica empresarial. Es esta misma industria la que, dedicando muchos millones a presupuestos de marketing, bajo la bandera de la responsabilidad social corporativa, patrocina gran parte de las investigaciones sobre sus productos, engatusa a los directores de los colegios con invitaciones o regalos, paga cátedras en universidades sobre asuntos que pueden impactar en la regulación de sus actividades, como por ejemplo la protección de datos. También patrocina numerosos congresos educativos, premios a docentes, paga los honorarios de los ponentes en congresos dirigidos a maestros, tiende puentes con expertos planteando colaboraciones pagadas -expertos que luego son susceptibles de ser nombrados para estar en grupos de expertos que asesoran el gobierno-, regala títulos ficticios a los docentes que usan sus productos en las aulas para erigirles en expertos sin ningún tipo de base objetiva llamándoles “Distinguished Educators”, e invierte en publicidad, que representa un importante porcentaje de los ingresos de unos medios de comunicación cada vez más necesitados de financiación. Ya es tiempo, estimados diputados, de poner orden en todo esto. En un obvio conflicto de intereses, todos los que reciben beneficios de las empresas tecnológicas difunden luego su cara amable y las bondades de sus productos, hablando su lenguaje (“salud digital”, “uso responsable”, “la tecnología es neutra, depende cómo se usa”), o callan los inconvenientes de sus productos. Entonces, el dilema que oímos a menudo ahora de “prohibir o no prohibir a los niños” es completamente simplista y no atiende a la cuestión de raíz. No se trata aquí de debatir si prohibir o no prohibir algo al niño ni de empezar a poner en marcha el arsenal político de luchas entre las posturas conservadoras o progresistas. No, no es ni progresista, ni conservador dejar que los niños hagan lo que la industria les induce a hacer, o que las leyes del mercado sean las que se pongan delante de los intereses de la infancia. Se trata de proteger a la infancia ante una industria cuyos intereses no coinciden con lo que reclama su naturaleza. Dejar a las empresas tecnológicas decidir sobre lo que debe o no entrar en los hogares o en las aulas, es como encargar a Pizza Hut la elaboración del menú de los hogares y de los comedores escolares. NCMEC es una conocida entidad americana que acoge el reporte voluntario de incidentes de explotación sexual infantil en línea. El número de casos reportados en 1998 era 3000. En 2014, cuando empezaron a comercializarse los teléfonos inteligentes, el número de casos alcanzó 1 millón. El número de casos en 2022 era de más de 32 millones. Entonces… ¿La solución se reduce a “hacer de internet un lugar más seguro”? Otra vez, estamos en el plano de los planteamientos simplistas. ¡Claro que hay que intentar que Internet sea un lugar más seguro! Quién en su sano juicio no estaría de acuerdo en que hay que intentarlo. De hecho, Internet es un lugar maravilloso y en el que una mente educada en modo analógico puede encontrar tesoros. Pero el esfuerzo de las tecnológicas de intentar limpiar Internet no puede tranquilizar a los padres dándoles una falsa seguridad. Seamos realistas, Internet nunca será un lugar completamente seguro para una mente aún inmadura, porque no se puede poner puertas al campo. Y precisamente porque no se puede poner puertas al cambio, hay que atrasar al máximo la introducción de la tecnología en la infancia y en la adolescencia. Ahora voy a desmontar 4 tecnomitos difundidos por la industria, sus fundaciones y las entidades patrocinadas o financiadas por ellas. 1) El primer tecnomito es la idea de que la tecnología es neutra y depende del uso que se hace de ella. Un cuchillo es neutro, podemos usarlo para matar o para hacer una tortilla de patatas. Pero en manos de un niño pequeño, el cuchillo no es neutro. Los dispositivos tecnológicos son aún menos neutros que el cuchillo en manos de un niño, porque están diseñados con una intencionalidad, lo hemos dicho antes exponiendo el modelo de negocio de las tecnológicas, de enganchar al usuario cuanto más tiempo posible ante la pantalla. 2) El segundo tecnomito es la idea de que se puede educar a un niño pequeño en el “uso responsable” con el dispositivo en la mano. Claro que hay que educar. Pero ¿podemos pedir “un uso responsable” a una mente no preparada para utilizar un dispositivo, además diseñado para crear adicción? ¿Podemos hablar de responsabilidad en una mente aún inmadura que no tiene consolidadas las funciones ejecutivas y una serie de cualidades como la templanza, la fortaleza, el locus de control interno, la capacidad de inhibición, de enfocar la atención, de distinguir lo privado de lo público, de saber lo que es relevante y lo que no? ¿Podemos pedir a una persona que distinga lo que es verdadero y falso en línea, cuando apenas tiene conocimientos previos que le permiten hacer esa distinción cuando ni siquiera es capaz en según qué edades de distinguir entre ficción y realidad? La mejor preparación para el mundo online es el mundo offline, el mundo real, analógico. Introducir la tecnología en la vida de un niño que aún no tiene consolidadas esas cualidades podría ser algo parecido a pedir a un niño que beba de una boca de incendio sin salpicarse. Desde un punto de vista educativo, pedir a un niño que haga algo que le es imposible, que resista a algo irresistible, con el argumento de “educarle en el uso responsable” es traicionar el sentido mismo de la libertad. 3) El tercer tecnomito es la idea del “nativo digital”. La distinción “nativo” versus “inmigrante” digital fue introducida por Mark Prensky en 2001. De nuevo, hay que discernir lo que es cierto y lo que no en ese concepto. Lo que sí es cierto en esa distinción, es que los nacidos desde el año 84 han tenido más exposición a las tecnologías. Esa parte es correcta. Pero lo que no resiste la prueba de las evidencias es la afirmación de que “por haber estado más en contacto con las tecnologías, aprenden mejor a través de ellas”. De hecho, sería más bien lo contrario. En un informe titulado The Google Generation, publicado en 2011, se estima que el concepto de nativo digital está sobrevalorado y se concluye que los jóvenes “dependen demasiado de los motores de búsqueda y carecen de las competencias críticas y analíticas para poder entender el valor y la originalidad de la información en la web. El informe concluye que la llamada “Generación Google” no alcanza el nivel de alfabetización digital que se le atribuye. En 2017, un estudio publicado en una revista indexada concluye que el concepto carece de fundamento científico. La multitarea tecnológica es imposible y, es más, merma las funciones ejecutivas. 4) El cuarto tecnomito es la idea de la “brecha digital”. Es esa idea de que “si damos acceso universal a un dispositivo con acceso a Internet, cerraremos la brecha socioeconómica”. Los estudios demuestran que, si bien es cierto que el acceso a la tecnología es menor en las familias desfavorecidas, hay más consumo abusivo de tecnología en estas familias (cito la Kaiser Foundation y los informes de Common Sense Media). Por lo tanto, el acceso a la tecnología no reduciría, sino al contrario, podría contribuir a aumentar la brecha socio económica. De hecho, es mucho más relevante hablar de la brecha “cultural” que existiría entre, por un lado, las familias que no son conscientes de la necesidad de limitar el tiempo de uso y no tienen los recursos para poder hacerlo y, por otro lado, las que sí pueden hacerlo, las que, por su situación socio cultural y económica, se pueden permitir el lujo, el privilegio, de las relaciones interpersonales. Muchas gracias. |