10 de febrero 2025

Ante todo, quiero dar las gracias a todos los partidos políticos del Gobierno Vasco que han convocado y están participado a la Comisión de Educación Sobre el uso de móviles y relojes inteligentes en los centros educativos, por dejar de lado cualquier diferencia y haber puesto el énfasis en la importancia de atender un asunto de tanta importancia como es el del cuidado a la infancia y a la adolescencia. Desde luego da gusto ver que todo el mundo se está dando cuenta de que se trata de un tema urgente, trasversal y que trasciende a todas las posturas políticas.

Para entender cómo la tecnología afecta a los niños y a los jóvenes, es importante entender como son ellos: cómo aprenden y cuáles son sus necesidades reales en cada etapa de su desarrollo. Es preciso comprender lo que podríamos llamar “las leyes naturales de la infancia y de la adolescencia”, que no necesariamente obedecen a las leyes positivas, a las modas, o a las posturas políticas a veces adulto-céntricas.

Las leyes naturales de la infancia no son conservadoras, ni progresistas. Responden, sencillamente a lo que reclama la naturaleza del niño y del joven. Cuando se legisla en contra de esa naturaleza, o se deja de legislar acorde a sus necesidades, ésta se tuerce y se rebela.

Cito Montessori, “cuando el niño muestra un comportamiento inesperado que nos disgusta, pocas veces el adulto llega a la conclusión de que este comportamiento es un grito, una protesta de la naturaleza, porque se le ha impuesto al niño algo que va en contra de su dignidad, o se le ha privado de algo imprescindible para su desarrollo.”

Podríamos extender esa idea a todas las etapas de la edad pediátrica también. ¿Cuál la edad pediátrica? La edad pediátrica empieza desde el nacimiento y se extiende hasta los 21 años, una edad a la que se considera que el cerebro ya es suficientemente maduro desde el punto de vista del neurodesarrollo.

Entonces, ¿cómo aprenden los niños y los jóvenes? Entre los 0 y los 6 años aprenden de dos formas: 1) a través de experiencias sensoriales de calidad ajustadas a sus ritmos internos y 2) a través de las interacciones personales con sus principales cuidadores. En esta franja de edades, su pensamiento abstracto está en desarrollo y es incipiente. Esta es la razón por la que los niños no aprenden a través de una pantalla. De hecho, hay evidencias en la literatura pediátrica que hablan del efecto deficitario del video. Este efecto describe la dificultad que tiene un niño para trasladar una imagen de 2 dimensiones a un plano de 3 dimensiones. En otras palabras, cuando un niño tiene una experiencia virtual, tiene déficit de aprendizaje.

La literatura pediátrica habla también del efecto desplazamiento. ¿En qué consiste este efecto? Es la idea del coste de oportunidad. No es suficiente decir que algo no hace tanto daño. Hay 24 horas en un día, y lo que los niños dedican a actividades que no contribuyen a su buen desarrollo es tiempo perdido. No olvidemos que los primeros años son etapas críticas, especialmente para el neurodesarrollo.

De hecho, la literatura científica apunta a una serie de inconvenientes cuando un niño está expuesto a una pantalla en una edad temprana: impulsividad, inatención, disminución del vocabulario, entre otros. Esa es la razón por la que la Academia Americana de Pediatría recomienda, de 0-2 años, cero tiempo de pantalla, y de 2 a 5 años, menos de una hora al día. La Asociación Canadiense de Pediatría llega a las mismas conclusiones y dice claramente: “ninguna evidencia apoya la introducción de la pantalla en la infancia”. Estas recomendaciones no son sugerencias o consejos educativos, son recomendaciones de salud pública. Los criterios educativos deberían ser mucho más restrictivos, pues lo que busca la educación, no es “evitar el daño”, sino “aportar excelencia”. Por lo tanto, un colegio que tuviera pantallas en sus aulas de infantil no sería un colegio de calidad. El recurso a las pantallas debería estar prohibido en esa etapa, pues hablamos de una cuestión de salud pública.

A partir de los 6 años, hasta la secundaria, el niño entra en una fase de consolidación de la lectoescritura. La lectoescritura se aprende mejor con la escritura a mano, pues sabemos desde Aristóteles, luego lo dijo Montessori, y hoy lo confirma la neurociencia, que el movimiento inteligente de la mano es clave para el buen desarrollo del cerebro.

También sabemos que la pantalla incita a nuestros jóvenes, tanto en las aulas como en los hogares, a la multitarea tecnológica, lo cual acaba mermando la atención sostenida, una de las funciones ejecutivas claves para el aprendizaje.

En joven de entre 10 y 25 años ocurre una situación de la que poco se habla. Ocurre una maduración cerebral que reconfigura su sistema de motivación. Se llama el Modelo dual de Steinberg, o el Modelo de Desbalance del Desarrollo Cerebral. Se ha demostrado que, debido a una mayor producción de dopamina en el cerebro, los adolescentes tienden a buscar sensaciones nuevas de forma especial y creciente. Por lo tanto, durante ese periodo, la búsqueda de o nuevo, lo gratificante o lo atrayente llevan al joven a valorar más las recompensas que los riesgos. Podríamos decir que no tiene la suficiente aversión al riesgo que se debe tener. Ese mecanismo, en un entorno adaptado a las leyes naturales de la persona, debe entenderse como un regalo de la naturaleza y puede dar frutos interesantes. Por ejemplo, una persona que toma decisiones sin dar demasiado importancia a los riesgos puede ser más innovadora, valientes, lanzada, atrevida, no se queda en su zona de comodidad cómo algunos de nosotros en la edad adulta. Por eso decimos que los jóvenes “se comen el mundo”. Muchas de las grandes empresas que cambiaron el mundo fueron creadas por jóvenes. Cómo es lógico, esa poca aversión al riesgo decrece a medida que el joven pasa de los 10 a los 25 años. Con 25 años, en general será capaz de evaluar correctamente los riesgos. Pero esa característica que ha puesto la naturaleza no combina bien con el uso de las drogas, con la conducción de un coche, el consumo de la pornografía o con estar en redes o tener un Smartphone. Esa reducción de la capacidad de autoregulación predispone a conductas adictivas y hay que tener en cuenta que los riesgos inherentes al uso de dispositivos digitales y al uso de Internet y de las redes podrían verse magnificados durante ese periodo.

¿Por qué, a pesar de ser una cuestión de salud pública, la opinión general ha sido refractaria a ese discurso hasta hace unos meses? ¿Por qué el discurso digital se ha convertido no en una oportunidad sino en una dictadura? ¿Por qué los que se nos manda desde la Comisión Europea en el plano de la educación, impone a los niños pequeños la adquisición de las llamadas competencias digitales, mientras la literatura pediátrica va por otro lado?

Porque estamos ante una de las industrias más poderosas de nuestros tiempos, que tiene presupuestos ilimitados para hacernos pensar que sus productos contribuyen al buen desarrollo de nuestros hijos. “Realidad digital”, “competencia digital”, “Salud digital”, “Nativo digital”, “Brecha digital”, “futuro digital”, “paternidad digital”… La industria ha sido muy hábil en introducir en nuestro lenguaje cotidiano formas de entender el mundo que han cambiado nuestra mentalidad y nos han hecho ver sus productos como un factor imprescindible e ineludible para el ser humano.

Las empresas tecnológicas, tanto las que venden dispositivos como aplicaciones o plataformas webs, no están en el negocio de entregar dispositivos, o plataformas, o contenidos a sus usuarios/clientes; están en el negocio de entregar la atención de los usuarios/clientes a las empresas que patrocinan sus contenidos o compran los datos privados del usuario. Para ello, contratan a las mentes más brillantes (psicólogos, ingenieros) que saben incorporar mejoras tecnológicas (ej. El scrolling infinito, el Plug & Play) o contenidos adictivos para retener la atención en línea de sus usuarios el tiempo más largo posible.

Para crecer en bolsa, esas empresas necesitan aumentar su base de clientes, incorporando cuentas de menores de edad y vendiendo sus datos a terceros. Como decía uno de los conocidos iconos del capitalismo salvaje, Milton Freedman, “la responsabilidad del ejecutivo es manejar los negocios de acuerdo con los deseos de sus accionistas, que generalmente consiste en ganar tanto dinero como sea posible, cumpliendo con las leyes y las costumbres éticas”. En otras palabras, y no podemos ser ingenuos, los directivos de esas empresas tienen la obligación “por ley”, de poner los intereses de sus accionistas por delante de los intereses de la infancia y los únicos límites a esa lógica salvaje son las leyes que vosotros hacéis para proteger a los más vulnerables, que son los niños y los jóvenes. Por lo tanto, pensar en que la solución se encuentre en la auto-regulación de la industria y en el ejercicio de su responsabilidad social ya no es ser ingenuo, es desconocer por completo el ABC de la lógica empresarial.

Es esta misma industria la que, dedicando muchos millones a presupuestos de marketing, bajo la bandera de la responsabilidad social corporativa, patrocina gran parte de las investigaciones sobre sus productos, engatusa a los directores de los colegios con invitaciones o regalos, paga cátedras en universidades sobre asuntos que pueden impactar en la regulación de sus actividades, como por ejemplo la protección de datos. También patrocina numerosos congresos educativos, premios a docentes, paga los honorarios de los ponentes en congresos dirigidos a maestros, tiende puentes con expertos planteando colaboraciones pagadas -expertos que luego son susceptibles de ser nombrados para estar en grupos de expertos que asesoran el gobierno-, regala títulos ficticios a los docentes que usan sus productos en las aulas para erigirles en expertos sin ningún tipo de base objetiva llamándoles “Distinguished Educators”, e invierte en publicidad, que representa un importante porcentaje de los ingresos de unos medios de comunicación cada vez más necesitados de financiación. Ya es tiempo, estimados diputados, de poner orden en todo esto.

En un obvio conflicto de intereses, todos los que reciben beneficios de las empresas tecnológicas difunden luego su cara amable y las bondades de sus productos, hablando su lenguaje (“salud digital”, “uso responsable”, “bienestar digital”, “educación digital”, “competencia digital”, “la tecnología es neutra, depende cómo se usa”), o callan los inconvenientes de sus productos.

Entonces, el dilema que oímos a menudo ahora de “prohibir o no prohibir a los niños” es completamente simplista y no atiende a la cuestión de raíz. No se trata aquí de debatir si prohibir o no prohibir algo. Se trata de proteger a la infancia ante una industria cuyos intereses no coinciden con lo que reclama su naturaleza. Dejar a las empresas tecnológicas decidir sobre lo que debe o no entrar en los hogares o en las aulas, es como encargar a Pizza Hut la elaboración del menú de los hogares y de los comedores escolares.

Entonces la cuestión no es si debemos o no sacar las tabletas, o los Smartphone del aula. La pregunta es: ¿qué ha pasado que hemos introducido estos dispositivos en las aulas sin preguntarnos si debíamos? Como decía uno de los protagonistas de la película El Parque Jurásico, “nos hemos preguntado si podíamos, pero hemos olvidados de preguntarnos si debíamos”. Desde 2014, he sido una voz solitaria en el desierto diciendo que la introducción de estos dispositivos era un error del que nos íbamos a arrepentir mucho. ¿Por qué lo dije, y lo sigo diciendo hoy, (y gracias a Dios ya no soy sola en decirlo)?

Principalmente, por dos razones:

La primera razón es que no se ha cumplido nunca con el peso de la prueba. ¿Qué quiere decir eso? Imaginaros que soís una empresa tecnológica que quiere crecer su cuota de mercado en todo el mundo. No tenéis know how educativo, pero os gustaría haceros con el mercado de los dispositivos tecnológicos en todas las aulas del mundo. Es una perita en dulce… ¿Qué es lo que se debería hacer, si la empresa está de verdad comprometida con la sociedad, la educación y las personas? Debe cumplir con una doble prueba. Por un lado, debe probar que esa introducción va a tener efectos positivos en relación con el fin de la escuela, es decir, para el aprendizaje. En segundo lugar, debe probar que esa introducción no va a tener efectos perjudiciales en la saludo y el aprendizaje de los alumnos. Y después de haber demostrado que hay beneficios y que no hay efectos, o haber demostrado que hay beneficios y algunos pocos efectos, pues se sospesan los beneficios con las desventajas y se toma una decisión en base al balance que se hace. ¿Se ha hecho esa prueba y ese balance antes de introducir estos dispositivos? Me temo que no. Hemos asistido a un experimento a gran escala que ha causado daños irreparables. Por un lado, no existe a día de hoy conjunto de estudios riguroso publicados en revistas indexadas con grupo de control, que demuestre que las tecnologías traen beneficios para el aprendizaje. Y, por otro lado, están surgiendo un creciente conjunto de estudios que demuestra que hay inconvenientes.

Una revisión reciente de la literatura sobre las tabletas en las aulas realizada por el Instituto Nacional de Salud Pública de Québec, concluye lo siguiente: “Los resultados a partir de datos científicos recientes sugieren que los dispositivos digitales en el aula, utilizados con fines personales o educativos, en el mejor de los casos no aportan ningún beneficio al aprendizaje, y en el peor de los casos tienen un efecto negativo en la cognición de los jóvenes.”

Soy experta en teoría educativa y os puedo decir que la tableta y el Smartphone no son herramientas pedagógicas. Si hoy pensamos que lo son, no es porque se nos haya presentado evidencias sólidas al respecto, es porque hemos sido víctimas de una de las campañas de marketing las más eficaces de la historia. Una campaña de marketing parecida a la que hemos visto desplegada por la industria tabaquera hace décadas. Con la diferencia que la industria tabaquera pequeña en comparación a la tecnológica. Y si hay pedagogos que os digan que estos dispositivos tecnológicos son un método pedagógico, pues sugiero que les pedís firmar una declaración de conflicto de interés. No falla, pongo mi mano en el fuego de que no podrán firmarla. No os hacéis cargo de la longitud del brazo de las empresas tecnológicas en el sector educativo.

La segunda razón por la que no convenía ni conviene introducir las tabletas y los Smarphones en las aulas es que el desarrollo de los medios digitales y el avance de la ciencia tienen ritmos distintos. Por un lado, el ritmo de la innovación es rápido. La industria tecnológica responde a una lógica comercial que consiste en introducir productos nuevos en el mercado, diseñándolos para tener una vida útil limitada, obligando continuamente a los consumidores a sustituir un modelo o un producto por otro más reciente. Por otro lado, el ritmo de la ciencia rigurosa y bien hecha es lento. Por lo tanto, la ciencia difícilmente puede seguir el ritmo de las innovaciones tecnológicas en la valoración de sus efectos. Es más, a menudo la ciencia llega tarde para poder fundamentar las políticas educativas, sanitarias y sociales y prevenir desastres sanitarios.

En definitiva, esa doble velocidad nos urge a adoptar actitudes de prudencia y de precaución. Insisto. Y acabo con una idea clave: no es lo mismo “ausencia de prueba que prueba de ausencia”.

Muchas gracias.