«Nada es más duro que no hacer nada. En un mundo en el que nuestro valor está determinado por nuestra productividad, muchos descubrimos hasta el último minuto capturado, optimizado o apropiado como recurso financiero por las tecnologías que usamos cada día», escribe en ‘Cómo no hacer nada’ Jenny Odell.
En su último libro, ‘¡Renconquista tu tiempo!’ (Ariel), la escritora aborda cómo el ‘workaholismo’ del mundo contemporáneo lleva a que sintamos de forma constante que no tenemos tiempo. Mejorar se ha convertido en una carrera por ser capaces de hacer más cosas y en menos tiempo. La presión —algo que viven especialmente las mujeres— hace casi imposible decir que no cuando se nos pide que hagamos más cosas.
Uno de los elementos que impulsan esta situación y que amplían este bloqueo ante la desconexión es la omnipresencia de la tecnología. Se dice que el mundo va demasiado rápido, una afirmación que está lejos de ser nueva. Ya la decían los periódicos de hace 100 años. Con todo, lo que ahora ocurre es muy diferente a lo que pasaba entonces. Esta es la era de la «economía de la atención», que ha llevado a una hiperconectividad todavía más estresante.
Obsesión con la productividad
Al fin y al cabo, en el siglo XXI todo el mundo parece obsesionado con la productividad. Mantener esa separación en horas del trabajo, el ocio y el sueño que se logró un siglo atrás se vuelve cada vez más complicado.
El último informe ‘Desconexión digital’, de InfoJobs, apunta que 2 de cada 3 trabajadores en España no desconectan totalmente del trabajo en sus horas libres, ni siquiera en vacaciones. La digitalización de los entornos de trabajo implica recibir constantemente mensajes y, por mucho que aumente la concienciación sobre la necesidad de poner límites (algo, por otra parte, que también dice la ley), convertir la teoría en práctica cuesta. Un 42% de los encuestados reconoce que se siente «obligado» a responder.
El contexto manda. «Vivimos en una cultura de la disponibilidad constante en que se da por hecho que tenemos que estar atentos al trabajo y al correo electrónico todas las horas del día todos los días de la semana», explica Enrique Baleriola, profesor de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), al hilo de un análisis sobre el valor de las vacaciones. «Esto provoca culpa y ansiedad a la hora de desconectar», señala. Si se suma la carga de trabajo elevada que hace imposible acabar todo antes de vacaciones, se comprende mejor el problema.
Y eso pasa aunque las vacaciones son beneficiosas para la plantilla y, como insiste Baleriola, también para la empresa, porque sus empleados volverán recargados y más productivos. «Las vacaciones no son un lujo que las compañías regalen a los trabajadores, sino que es una necesidad para el bienestar físico y mental que repercutirá positivamente en la empresa», señala.
Pero incluso, y más allá de la relación con el trabajo, la obsesión moderna con la productividad ha llevado a que se vean hasta las fuentes de ocio de una manera cada vez más ansiosa. Pasa con los viajes. El exceso de planificación y la necesidad de verlo y experimentarlo todo han llevado a que viajar se convierta en lo que ya se conoce como «turismo frenético» y que, como señala un reciente análisis de la UOC, es una fuente de estrés. Querer controlarlo todo y hacerlo todo lleva a un bucle obsesivo en el que lo que sale perdiendo es el relax.
Nos hemos obsesionado con la idea de aprovechar al máximo nuestro tiempo. Pasa también con los hobbies, que más que cosas que se hacen por disfrute se convierten en una suerte de actividades extraescolares eternas.
El coste de no saber hacer nada
Odell recoge en su libro a activistas que reclaman desde la siesta al derecho a estar ‘tirados’, frente a las visiones que reconvierten cosas en apariencia positivas como el ‘slow living’ en unas de esas experiencias que ‘hay que tener’ y que están, en realidad, manteniendo el bucle.
Sacrificar la esencia del ocio, esa «diversión reposada» como dice el diccionario de la RAE, tiene consecuencias. En un momento en el que la salud mental colectiva es cada vez más precaria, precarizar esos momentos de recarga pasan factura. El burnout es el efecto más conocido, pero no el único.
Hace unos meses, un análisis de Cigna 360-Vitality advertía de la emergencia de la sisifenia, «el cansancio del trabajador incansable», en el que la obsesión perfeccionista de la plantilla hundía su motivación y su salud. Un estudio reciente de la firma de salud suma que tras la Gran Renuncia de hace unos años podría avecinarse el Gran Agotamiento, una gran fatiga colectiva que impactará en el personal corporativo.
Igualmente cabría preguntarse si esta situación podría ampliar todavía más las brechas sociales, creando una separación entre quienes pueden permitirse romper con esta tónica y abrazar el ocio y quienes por mucho que quieran seguirán atrapados en la rueda. Es algo que ya está pasando. En el último libro de Odell ya explica que quienes logran tener tiempo son quienes tienen el dinero para comprar todos los servicios que les permitirán lograrlo.