Tres emprendedores

Isidro está jubilado pero siente que aún puede hacer mucho más que gastar sus días como canguro de su nieto. Acude con ilusión a entrevistas de trabajo pero pronto se da cuenta de que ése no es ya el camino hacia su futuro. Desesperado, tendrá por fin una lúcida idea: la de fundar su propia empresa con ayuda de sus dos inseparables amigos, Desiderio y Arturo. El objetivo será crear una guardería.

Magnífico debut en el largometraje del extremeño Santiago Requejo (1985), que cuenta con una larga y exitosa trayectoria en cortometrajes y piezas audiovisuales. Ofrece con Abuelos una mirada divertida, fresca y reconfortante a la edad madura, en tiempos en los que las virtudes propias que da la experiencia están rebajadas por el predominio tecnológico y la inmediatez de los negocios. Requejo enseña en este film que la juventud y el éxito no dependen tanto de la edad como de las ganas de emprender nuevos caminos y desafíos, no sólo profesionales, sino sobre todo interiores, personales, esos retos que precisamente los años y las dificultades nos pintan por imposibles. Hay que tener empuje para asumir ese planteamiento, sí, quizá haya que tomar decisiones arriesgadas y las dificultades –tedio, rutina, falta de autoestima, cansancio, escasez económica, familia– no se van a esfumar, pero hay que lanzarse y está en la mano de cada uno llevarlo cabo.

El guión de Javier Lorenzo y el propio Santiago Requejo no da puntada sin hilo. Se ve que hay detrás una labor depurada de precisión, donde los diálogos nunca suenan a relleno, ayudan al avance de la narración, enriquecen la trama. Pero aquí interesan las personas y sobre todo se percibe un encomiable trabajo a la hora de perfilar a los personajes, muchos y muy variados. Resulta especialmente llamativo que hasta los más secundarios –el matrimonio de Carlos y Lola, la hija de Arturo, la mujer de Isidro- tienen su tiempo y su arco de evolución, nada se olvida. Y no digamos ya los tres amigos protagonistas, cada uno con sus cuitas y dudas, sus miedos y cobardías, sus afanes y alegrías, donde la fuerza de la amistad siempre ejerce de tapiz de fondo. La narración se desarrolla con soltura y, aunque los conflictos poseen entidad dramática, la historia se disfruta constantemente con una media sonrisa, si bien es cierto que en algún momento puede asomar la carcajada.

Rodada con corrección y cierto clasicismo, el film está acompañado de un aparato técnico a la altura, con tonalidades cromáticas elegidas sin arbitrio en la fotografía de Ibon Antuñano y con la excelente música de Íñigo Pirfano, que envuelve de sentido las imágenes en escenas escogidas. Todo el reparto brilla en su trabajo, pero quizá destacan especialmente los españoles Ramón Barea, Ana Fernández y Roberto Álvarez y la argentina Clara Alonso.