Alcarràs de Carla Simón (2022) 

  • Crítica por José María Aresté de CONTRASTE

 

La última cosecha

La última cosecha

Los Solé. Una familia de payeses, agricultores en Alcarrás, en los alrededores de Serós, en Lérida, la Cataluña profunda. Conviven y viven de la tierra tres generaciones, donde está el abuelo Rogelio, que recuerda cómo escondieron a los Pinyol, una familia de terratenientes, durante la guerra civil española. Como resultado de esta protección, les permitieron cultivar un pedazo de tierra como propia, pero el tiempo ha pasado, y ahora un descendiente de la familia reclama la propiedad para plantar un campo de paneles solares, esa forma de energía le puede procurar una buena cantidad de dinero. Ofrece como compensación gestionar el mantenimiento, algo de lo que no quiere oír hablar Quimet, que siempre ha vivido de las cosechas. En cualquier caso, deberán prepararse para recolectar la última cosecha.

Carla Simón bebió de recuerdos personales para su notable debut en el largometraje Verano 1993. Demuestra que aquello no fue flor de un día con otra película cuya trama también le es cercana, pero que es sin duda más ambiciosa a la hora de buscar atrapar el “modus vivendi” de una familia que se resiste a desaparecer. La directora y coguionista logra ser muy elocuente en su propuesta, donde mostrar y sugerir resulta más importante que poner palabras en la boca de los personajes. Resulta asombroso cómo una película con tantísimos personajes –sólo en la familia Solé, el abuelo y una hermana, tres hermanas, dos de ellas con sus cónyuges, dos adolescentes y cuatro niños– puede resultar tan íntima, y a la vez incluir muchos y variados sentimientos, de hombres y mujeres, con la experiencia de la vida del anciano, la frustración o resignación de sus hijos, la paciencia con el carácter fogoso del marido que blasfema todo el tiempo, el deseo de reconocimiento del progenitor, y la búsqueda de alternativas a un oficio, el de agricultor de melocotoneros, que no parece tener demasiado futuro, sería más lucrativa la energía solar, o la plantación de marihuana, la imaginación e inocencia infantil, que no entienden que se produzca la separación de los primos.

Nunca se tiene la sensación de acumulación de elementos sin ton ni son, sino más bien de contemplar un pedazo de vida. La película de Simón discurre con fluidez, porque la cineasta tiene mirada propia y el talento para plasmarla en imágenes, de modo que las piezas encajan, y los rasgos generacionales corresponden muy bien a los personajes, muy bien interpretados, con enorme naturalidad, por actores no profesionales.

No hay espacio para los aspavientos y los momentos chirriantes. La película es un canto a la tierra y a un oficio que se pierde en la nueva y contradictoria modernidad, que clama por los alimentos ecológicos y la defensa de la naturaleza, entre los esquemas de Europa, Europa, y la lógica implacable del capital, donde no se escuchan las protestas de los que viven del campo. Pero no hay intención de convertir la narración en un panfleto o film protesta, lo que cuentan son las personas y el modo en que cada una vive un drama que es existencial, la vida misma. De modo que se logra algo que en bastantes momentos se parece a un milagro, y que no extraña que haya obtenido la recompensa del Oso de Oro en Berlín.