Es el fenómeno de las series sin ser, ni mucho menos, una serie fenomenal. Tampoco es un producción gore que pueda llevar a la perdición a cualquier espectador medianamente sensible. Es un juego primario y tramposo, tan previsible como macabro, con una jauría de personajes en estado alucinógeno, bastante inverosímiles pero eficaces como vehículos de un parque de atracciones que más bien parece unos juegos reunidos en versión surcoreana.
El creador de esta serie es Hwang Dong-hyuk, que hasta ahora había realizado películas de escasa repercusión internacional. En su primer salto a la televisión ha logrado un éxito sin precedentes. El juego del calamar es la serie más vista en la historia de Netflix con 142 millones de hogares que han conectado con este “gana o muere” (desbancando a ese culebrón erótico titulado Los Bridgerton con 82 millones). Estos datos no hacen más que confirmar que los datos de taquilla y audiencia suelen ser muy engañosos.
En las últimas semanas he preguntado a mucha gente que ha visto la serie, y casi todos reconocen haberse “enganchado” hasta terminar de verla. Cuando sigo preguntando sobre este visionado en seguida se acaba el debate. No hay mucha que contar de una trepidación en la que conviene no buscarle dobles lecturas al argumento, porque son tan evidentes e ingenuas que uno se siente estafado. Una carrera de diez horas para no llegar a ningún sitio, con el único objetivo de evadirse de la rutina diaria. El juego del calamar no te agrade como lo hace la telebasura o las series para adolescentes de adolescentes depredadores, pero es una tramoya innecesaria y superficial, situada a años luz de ficciones magistrales que no necesitan los datos de audiencia para que se hable de ellas.
Firma: Claudio Sánchez