Muchas historias falsas han desbancado a la realidad demostrable porque han sido puestas en circulación por artistas que han generado con ellas obras inmortales
- FUENTE: Luisa Idoate – EL CORREO
Disfraza la falacia de evidencia. Camufla el engaño de certeza. El bulo mezcla la realidad y la ficción, lo falso y lo verdadero. Los funde y confunde. Engrandece, minimiza, oculta, maquilla, trastoca y adorna los hechos, según los intereses que lo alimentan: personales, sociales, políticos, económicos, religiosos, estéticos. Para satisfacerlos, se difunde y convierte en un rumor que moldea la opinión pública apelando a los sentimientos. Desencadena admiración, crítica, compasión, empatía, despecho, suspicacia, duda, misterio, miedo. Así resalta, suaviza, enturbia, reinterpreta e inventa los acontecimientos. Señala, acusa, descalifica. Siembra la sospecha. Desestabiliza. Se muestra verosímil para resultar creíble, porque no lo consigue siendo absurdo, irracional e imposible. Cuanto más próximo a nuestras ideas, más tendemos a creerlo. Es tan viejo como el arte que lo documenta, valida, justifica, recrea, ensalza, embellece y perpetúa. ¿Los motivos? Ignorancia, rentabilidad, precipitación, inercia, protagonismo, pose, estética. Y algunos artistas lo usan como arma arrojadiza: combaten el bulo con el bulo.
Por mucho que quiera Hollywood, Cleopatra no tenía los ojos violeta de Liz Taylor. Tampoco se suicidó con un áspid como pintan Artemisia Gentileschi en 1635 y Guido Reni en 1640. Se envenena en el lecho para que Octavio, que la ha derrotado en la batalla de Actium, no la exhiba como un trofeo en Roma. Lo representa un cuadro de Juan Luna en 1881. El filósofo griego Plutarco relata que, antes de morir, se entrevista con Octavio y le suplica por ella y sus hijos; así la pinta Louis Gauffier en el siglo XVIII. Pero, según el historiador romano Dión Casio, lo recibe bella y enlutada e intenta seducirlo. Octavio es el cuñado de Marco Antonio, su amante y aliado, que no se suicida por creerla muerta como se dice, sino por su inferioridad bélica ante al hermano de la esposa que abandona.
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A Hipatia de Alejandría la asesinan los partidarios del patriarca cristiano Cirilo, que la cree una amenaza por sintonizar con su rival Orestes, prefecto de Roma. Pero pululan todo tipo de versiones. En el siglo XIX, Diodata Saluzzo Roero escribe que Cirilo la convierte al cristianismo. En cambio para el historiador y religioso anglicano Charles Kingsley, es la «heroína desvalida, pretenciosa y erótica», con el «espíritu de Platón y el cuerpo de Afrodita», que odia al cristianismo y a Cirilo, a quien Orestes quiere desposar por ambición política. En 1989, la novelista y dramaturga Úrsula Molinaro la transforma en la amante de Orestes, cuya sexualidad transgresora empuja a Cirilo a ordenar su muerte; y marca el fin de «una época en que todavía se valoraba a las mujeres por su inteligencia».
Mentiras mortales
«Calumniad con audacia; siempre quedará algo», escribe Francis Bacon en ‘De dignitate et augmentis scientiarum’ (1624). Los ‘libelos de sangre’ lo ratifican. Son alegatos que acusan a los judíos de matar niños cristianos para recrear la muerte de Cristo; lo hacen en la festividad de Pésaj, conmemorativa de la huida de Egipto. Los mencionan Posidonio y Molón de Rodas en el siglo I adC. Guillermo de Norwich consta como primer ‘inmolado’ de la Baja Edad Media europea, en 1144. Le declaran mártir, le rinden culto y se inicia su canonización, que luego paraliza Roma. Lo cuenta el benedictino Thomas de Monmouth en ‘Vida y milagros de William’ (1173), y lo reflejan una pintura de la iglesia de la Santísima Trinidad de Loddon (Inglaterra) y un grabado de Giovanni Battista de Cavalieri (1584).
Napoleón no era bajo y las Termópilas les defendieron 6.200 soldados, pero queda más épico con 300
‘Los protocolos de los sabios de Sión’ son el bulo más sangriento de la Historia. El panfleto, publicado en Rusia en 1903 por el servicio secreto zarista, contiene un supuesto plan judío para conquistar el mundo. Lo denuncia como fraude en 1921 el periodista Philip Graves en ‘The Times’: plagia el ‘Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu’ (1864), escrito por Maurice Joly. Eso no neutraliza la alarma que lanza el secretario británico de la Guerra, Winston Churchill, en 1920 en el ‘London Illustrated Sunday Herald’, sobre una «conspiración (judía) a escala mundial para el derrocamiento de la civilización»; ni evita que el magnate automovilístico Henry Ford publique en Estados Unidos sucesivas ediciones del libelo. Adolf Hitler lo cree cierto, y lo incorpora a su ideario para justificar el exterminio judío. El escritor y dibujante Will Eisner (1917-2005) lo cuenta en ‘La conspiración. La historia secreta de ‘Los protocolos de los sabios de Sión’ (2005), con prólogo de Umberto Eco. Ilustra el nacimiento del bulo; su fortaleza, resistencia y efectos devastadores, y la difícil lucha contra la mentira. «Abrigo la esperanza de que este trabajo pueda ser un clavo más que hundir en el ataúd de ese aterrador fraude vampírico», escribe.
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El heroísmo, la belleza, el romance y el misterio cautivan al espectador. Y el arte no repara en detalles. ¿Qué importa que defendieran las Termópilas 6.200 soldados griegos y no solo los famosos 300 espartanos? ¿Qué más da si las brujas de Salem fueron ahorcadas y no quemadas? La Maldición de Tutankamon no se sostiene a la luz de la ciencia y los datos, por muchos libros, reportajes y películas que la difundan. La guerra de los Cien Años duró 116, pero se redondea. Napoleón medía 1,69 cuando la media de altura era 1,64, ¿por qué lo representamos bajo? Seguimos buscando e imaginando El Dorado, sabiendo que no existe. Y hablando de los poetas románticos que morían de amor, cuando lo hacían por tifus y tuberculosis. Nos hacemos mil preguntas sobre el manuscrito Voynich, tan maravilloso como fraudulento. Le quitamos a Van Gogh una oreja, aunque solo se cortara el lóbulo. Y clonamos en pantalla a los vikingos con cascos y cuernos pintados por Gustav Malmström en ‘La saga de Frithiof’ (1820) y por Carl Emil Doepler para ‘El anillo del Nibelungo’ (1876).
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El artista no solo representa bulos, los crea. Lo hace Orson Welles en 1938, con una versión radiofónica de ‘La guerra de los mundos’ (1898), de H. G. Wells, con voz atronadora, efectos sonoros y tal maestría que la gente cree cierto el relato de la invasión extraterrestre de la Tierra y sale a la calle alarmada. Pero no crea el pánico masivo que se le achaca; es otro bulo. No será el único. Reincide con ‘F. for Fake’ (1973), documental sobre las falsificaciones de arte y el fraude que acarrean, donde él mismo reconoce mentir. Y reivindica una frase de Picasso: «El arte es una mentira que nos hace ver la verdad».
El peligro de creer
¿Se reescribe la realidad? Sí. Las fotografías de las guerras se manipulan. Las de estudio se escenifican para controlar y dirigir la imaginación, las emociones y las necesidades del espectador. Se difunden hechos tergiversados, en formato documental y periodístico para lograr credibilidad. Se exponen imposturas, engaños, camuflajes, fraudes, sabotajes e infiltraciones artísticas que denuncian, analizan y cuestionan los rumores y los bulos. ¿Son falsos o ciertos?
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Ambos ingredientes se confunden en los fotomontajes de Joan Fontcuberta (1955). En ‘Sputnik’ (1997), es el cosmonauta Ivan Istochnikov –su nombre traducido al ruso– de la fracasada misión ‘Soyuz 2’, afrenta por la que fue eliminado de la historia rusa. Camina inserto en la parafernalia gubernamental soviética, entre uniformes y banderas. Saluda a la gente por la calle. Con traje espacial, condecoraciones y un casco bajo el que asoma su mirada pícara; a punto de subir al cohete, que es una maqueta.
El programa ‘Cuarto milenio’ de Iker Jimenez emitió como cierta esa ‘performance’ patrocinada por Telefónica. «Ni quiero hacer bromas, ni tomar el pelo. En mis obras siempre hay rendijas abiertas y pistas para suscitar la duda; unos las detectan enseguida y otros tardan más», declaraba Fontcuberta a Territorios en 2010. «El espacio debatía una serie de misterios sin resolver y cualquier tema relacionado con algún enigma irresoluto iba a ser enaltecido, sin que se activasen los mecanismos profesionales de verificación de fuentes». No fue el único. Algunos periódicos publicaron la historia de Istochnikov, y la Embajada soviética se quejó por la imagen falsa y negativa que daba del país.
En ‘Milagros & Co’ (2002), Fontcuberta es un pope del monasterio de Karelia, escuela milagrera internacional para monjes. Les enseña a levitar, ser invisibles, caminar por las aguas, multiplicar los peces y, según qué bellota coma el cerdo, a materializar en lonchas de jamón ibérico las imágenes de Fidel Castro y Che Guevara –que algunos confunden con Cristo–. En la exposición ‘La sirena del Tormes’ (2002), incluye el reportaje que realiza para la revista ‘Scientific American’ sobre los homínidos acuáticos ‘Hydropithecus’ –como las sirenas de los cuentos–, hallados en Salamanca en 1951 y excavados por el sacerdote y antropólogo Jean Fontana. Lo acompaña de réplicas de los esqueletos, tan falsas como las fotos, la publicación y el descubrimiento. Algunos diarios locales lo publican como cierto.
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¿Tan crédulos, acríticos y poco analíticos somos? «Sí. Es más fácil creer que dudar. Dudar implica una actitud activa y creer, una actitud más cloroformizada, anestesiada, que no requiere atención; es el trágate lo que te echen, sin ningún tipo de filtraje mínimamente crítico», dice Fontcuberta. A veces nos creemos las cosas porque nos interesan y van muy bien con nuestros prejuicios, explica. «Mis proyectos son bombas de relojería preparadas para estallar cuando alguien interactúa con ellas».