Por Francesc Codina, presidente del Consejo Audiovisual de Cataluña (ABC, 23-X-03).

El debate sobre la violencia en la televisión es una de aquellas cuestiones en las que hay coincidencia en el diagnóstico pero disparidad en el tratamiento a seguir. Hay unanimidad absoluta en que la televisión muestra un exceso de contenidos violentos, pero, en cambio, existen diferentes posturas sobre si esta saturación de escenas agresivas tiene influencia en la conducta de los televidentes. Y, llegados a este punto, nos encontramos en un debate permanentemente abierto: por un lado, los que abogan por limitar estos contenidos, ya que consideran que afectan a los televidentes; y, por el otro, los que defienden que los telespectadores deben tener el derecho a elegir.

Desde el Consejo Audiovisual de Cataluña (CAC) hemos percibido la inquietud que existe en el seno de la sociedad por este debate irresuelto. Por ejemplo, los datos que nos ofrece la Oficina de Defensa de la Audiencia, que es una ventanilla donde los telespectadores pueden aportar sus quejas y sugerencias, son categóricos: el 45 por ciento de las quejas recibidas en 2002 se refieren a contenidos violentos.

Conscientes de la intensidad del problema, hemos dedicado una parte importante de nuestros esfuerzos a estudiarlo y a intentar aportar respuestas: hemos hecho estudios, análisis concretos de la programación, retirado anuncios violentos que vulneraban la ley y aportado una serie de recomendaciones en forma de decálogo.

Recientemente, el Congreso de los Diputados ha reabierto el debate y ha constituido la Subcomisión para el estudio del fenómeno de la violencia en el ámbito audiovisual. Como presidente de la autoridad audiovisual de Cataluña, tuve la oportunidad de comparecer el pasado lunes para explicar la experiencia del CAC a las diputadas y diputados.

Obviamente, nuestro análisis parte de una realidad empírica indiscutible, como es la sobreabundancia de contenidos violentos. Nadie discute que hay una presencia masiva de estos contenidos agresivos, ni tampoco que éstos son vistos de forma indiscriminada por el público adulto, juvenil e infantil.

Éste es el punto de partida, pero, desde el CAC, negamos con rotundidad la «naturalidad» de esta presencia de contenidos violentos. No creemos que se trate de una determinación fatal de la condición humana sino, más bien, del producto de rutinas sociales o de cuestiones tan concretas como las redes de distribución de los productos audiovisuales. Por tanto, nada nos impide pensar y adoptar medidas para conseguir una televisión alternativa.

Somos conscientes de que existe un debate sobre si la emisión de contenidos violentos afecta o no a la conducta de los televidentes. Algunos investigadores defienden la conexión entre la violencia televisiva y el comportamiento antisocial. Otros, en cambio, consideran errónea la perspectiva causal porque la ven simplista y niegan que existan unos contenidos nocivos en sí mismos.

Creo que para analizar correctamente la cuestión debe verse el entorno audiovisual en su globalidad. No sólo un contenido violento en concreto sino el efecto acumulativo que se produce en los telespectadores al cabo de los años. Y, desde luego, es fundamental poner el acento en la educación y el entorno social de cada espectador. Es evidente que las personas educadas y entrenadas para procesar la información y filtrar los elementos más emotivos sufrirán un impacto menor que aquellas que carecen de referentes para valorar la información.

Con todas las salvedades, se trata de una situación similar a la de la publicidad. Nadie cree que la emisión de un anuncio provoque, como un efecto pauloviano, una reacción inmediata. Pero, en cambio, está ampliamente demostrado que el impacto continuado de la publicidad provoca cambios en los hábitos de compra.

Podemos afirmar, por tanto, que la permanente exposición a contenidos violentos puede influir en la formación del conocimiento de los niños y jóvenes y, también, puede modelar, de forma negativa, la formación de su escala de valores. Las consecuencias son múltiples; entre éstas les destacaría que los menores, en mayor o menor medida, quedan desensibilizados ante la violencia en la vida real y asumen que una conducta agresiva es la mejor solución ante un conflicto.

Llegados a este punto, que algunos admiten pero que otros rechazan, llegamos al capítulo de las actuaciones. Es un terreno resbaladizo y delicado, ya que se parte de posturas discrepantes.

No se trata tanto de qué hacer sino de plantearse quién debe hacerlo y, sobre todo, cómo debe hacerse. De nada servirán medidas maximalistas dictaminadas por una de las partes, por más razonadas que estén. La prueba es que hace décadas que se aportan medidas concretas pero no han servido para encarrilar la cuestión.

Creo que la respuesta sólo podrá venir de mecanismos basados en la complicidad y el consenso de todos los sectores implicados: productores, distribuidores, operadores, educadores y usuarios.

Los consejos audiovisuales, por su carácter independiente, tienen en parte esta función de facilitar complicidades. No tanto para establecer medidas restrictivas, que siempre serían vistas como censura, sino para establecer recomendaciones y medidas preventivas.

Sin renunciar, lógicamente, a la obligación de velar por el cumplimiento de la ley y a ejercer, cuando corresponde, la capacidad sancionadora.

Desde el CAC hemos avanzado en la aportación de recomendaciones, especialmente en el terreno de los informativos. Querría destacar, entre otros, el documento de recomendaciones sobre el tratamiento informativo de las tragedias personales.

España es el único país europeo sin autoridad audiovisual. Desde hace tiempo pedimos que se solucione esta carencia. La polémica sobre la violencia nos muestra, una vez más, la conveniencia de igualarnos al resto de Europa en la búsqueda de una televisión de calidad y del respeto a los televidentes.