Es signo de urbanidad y prudencia saber morderse la lengua para no decir lo que no hay que decir cuando no toca decirlo. En el arte de hablar, mejor es pecar de menos que de más (“Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, decía Gracián). Y si se trata de hablar mal, mejor quedarse callado (“Procura que tus palabras sean mejores que tu silencio”, recomienda un proverbio chino).
Eso lo sabemos bien y lo intentamos aplicar: en múltiples ocasiones ponemos coto a nuestras palabras para no herir a los demás o para cuidar las relaciones sociales. Sin embargo, nos cuesta adaptar el buen sentido a las nuevas tecnologías. Como si usar un dispositivo electrónico nos eximiera de las responsabilidades que conlleva toda acción humana, como si enviar un correo electrónico no fuera lo mismo que remitir una carta certificada, como si hablar por el Whatsapp no fuera realmente hablar.
Paradójicamente, las nuevas tecnologías se adaptan mucho antes a nosotros que nosotros a ellas. En cierto modo, y sobre todo durante ese periodo de adaptación en el que todavía nos encontramos, nos alejan de nosotros mismos, de ese núcleo humano adonde ellas no pueden acceder, como es la moral y los sentimientos. Por eso, la técnica en general tiene un punto alienante, pues, si no la usamos correctamente, nos puede distanciar de lo que somos. Eso significa que en el uso de las nuevas tecnologías hemos de ser más finos y cuidadosos, como lo somos con un invitado que no es de la familia.
Y ocurre que lo que ha salido de nuestras manos, como los artefactos tecnológicos, se nos va con facilidad de las manos. Lo vemos continuamente, en especial, en una aplicación que usan millones de personas, como es el Whatsapp. El Whatsapp ha dado lugar a enfados, rupturas, acoso, malos entendidos, incluso a denuncias, como la que ha interpuesto el alcalde de la localidad madrileña de Casarrubuelos contra la directora del colegio público Tomé y Orgaz de su localidad con motivo de un chat de los maestros en el que había comentarios racistas y despectivos sobre padres, alumnos y otros docentes.
Pero el responsable no es el Whatsapp (o la tecnología en general), sino el mal uso que hacemos de él. Si ya nos cuesta mordernos la lengua, que la tenemos entre los dientes, más difícil es mordernos los dedos, que andan tan lejos y escriben de manera impulsiva. Justamente por eso, hemos de afinar la prudencia, contar hasta diez (como diez son los dedos), pensar lo que vamos a escribir antes de hacerlo y no decir nada que no dijéramos a quien se lo tuviéramos que decir de la manera conveniente.
Qué duda cabe que las nuevas tecnologías nos facilitan la comunicación, y qué duda cabe también que nos alejan de la prudencia, pues la calidad queda ahogada por la cantidad y la reflexión por la premura. Parafraseando a Aristóteles, podríamos decir que cualquiera puede escribir un whatsapp, eso es muy sencillo, pero enviarlo a la persona adecuada, con las palabras convenientes, en el momento oportuno, con el propósito justo y de la forma correcta, eso ciertamente no resulta tan sencillo.