JAIME RUBIO – https://verne.elpais.com/verne/
En Twitter (y en las demás redes sociales) tienen más éxito los mensajes que apelan a nuestras emociones. Un nuevo estudio muestra que no solo nos sentimos más impulsados a compartir estos tuits, sino que además las palabras que se refieren a las emociones y a la moral captan más nuestra atención que las neutras.
El trabajo de los psicólogos Ana P. Gantman, William J. Brady y Jay Van Bavel muestra que los términos que apelan a lo que creemos que está bien o mal “son particularmente efectivos a la hora de capturar nuestra atención”. Esto, según escriben en un artículo publicado en la revista Scientific American, “podría ayudar a explicar la nueva realidad política”.
En el primer experimento de su trabajo, a los participantes se les mostraban tuits ficticios con diferentes tipos de palabras usadas como hashtags: las referidas a la moral («crimen», «piedad», «derecho»), a la emoción («miedo», «amor», «llorar») o a ambas cosas a la vez («abuso», «honor», «despecho») captaban más atención que las neutras.
Además de eso, también examinaron casi 50.000 tuits reales sobre tres temas: el control de armas, el matrimonio entre personas del mismo sexo y el cambio climático. Los más compartidos tendían también a incluir términos emocionales y morales. De hecho y según otro estudio anterior de los mismos autores, es al menos un 20 % más probable que compartamos un tuit si contiene una palabra de esta clase.
Eso sí, los autores advierten de que este no es el único motivo que explicaría el éxito de una publicación. Por ejemplo, el hecho de que se esté compartiendo mucho y sea ya popular podría hacer que su éxito se incrementara aún más.
Es más fácil indignarse
Jonah Berger, profesor de la Universidad de Pensilvania, ya explicaba en su libro Contagioso, de 2013, que las emociones que nos impulsan en mayor medida a compartir contenidos en internet están ligadas al asombro. Ya puede ser por la parte negativa, como la indignación por un hecho reprobable que nos sorprende, como en su vertiente positiva, como el humor.
La neurocientífica estadounidense M. J. Crockett repasaba recientemente en Nature Human Behavior los últimos estudios al respecto, recordando que en redes encontramos más acciones que nos parecen censurables que en persona. A lo mejor un día vemos a un vecino que no recicla o constatamos con fastidio que el alcalde ha puesto otra rotonda caótica, pero en redes podemos encontrarnos con multitud de errores y faltas de cualquier parte del mundo sin ni siquiera movernos del sofá.
Además, es más fácil mostrar nuestra indignación: no tenemos que enfrentarnos a nuestro vecino, manifestarnos en las calles o escribir una airada carta a la directora del periódico, basta con hacer retuit.
Los riesgos de la manipulación
Todo esto no tiene por qué ser negativo: la indignación pública tiene también beneficios para la sociedad, al permitir que todos podamos castigar o al menos recriminar comportamientos censurados por la mayoría (como la corrupción), además de reforzar nuestra adhesión a una causa o a un grupo social con el que nos sentimos identificados.
Pero tiene riesgos, como señala Crockett. Al menos tres: primero, la posibilidad de que nuestra participación en movimientos cívicos y sociales sea menos significativa. Ya no nos hace falta cooperar como voluntarios o hacer donativos, nos sentimos satisfechos con solo tuitear.
Segundo, también se rebaja el listón de la indignación: como indignarnos es fácil, puede llegar un punto en el que no distingamos entre las ofensas reales y las cosas que solo nos resultan desagradables. Por poner un ejemplo cercano: ¿de verdad era tan indignante que una cuenta anónima y sin apenas seguidores de Twitter publicara chistes oídos miles de veces sobre Carrero Blanco?
Tercero, nuestras opiniones tienden a polarizarse. Las propias redes nos permiten agruparnos en cámaras de eco con audiencias similares. O, como escribe el psicólogo Jonathan Haidt en La mente de los justos, nos unimos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”. Es decir, el famoso filtro burbuja de Eli Pariser.
Al final nos acostumbramos a dirigirnos a un público con el que estamos de acuerdo, buscando sobre todo “recompensas reputacionales” o, en palabras de Berger, “divisa social”. Es decir, queremos ganar puntos con los nuestros, no iniciar una conversación.
Esto hace que el intercambio de opiniones con personas que piensan diferente (o que simplemente se han equivocado) se vea mediatizado (y caricaturizado) por otros miembros del grupo. Como escribe el profesor de Derecho de la Universidad de Harvard Cass Susstein en su libro #Republic, las conversaciones profundas que cruzan barreras ideológicas son extremadamente escasas en redes sociales.
En consecuencia, corremos el peligro de ver a los demás como gente malvada o estúpida en lugar de, simplemente, como personas que opinan que hay otra forma de hacer las cosas que no coincide con la que nosotros consideramos más adecuada.
Además, estas mecánicas nos hacen más vulnerables a la manipulación: es fácil provocar una ola de indignación con el objetivo de potenciar una polarización que el político o grupo de turno considere beneficiosa para sus intereses, como apunta Susstein. De hecho, es uno de los motivos que ayuda a entender que Donald Trump dedique tanto tiempo a Twitter, explica el lingüista George Lakoff. Soltar una barbaridad en esta red social le ayuda a marcar el debate: da igual que los mensajes sean de apoyo o en su contra, su objetivo es simplemente marcar la agenda y lo hace provocando la indignación y el enfrentamiento. Su caso no es único, desde luego.
¿Pero esto se puede evitar?
El panorama parece desolador, pero los autores del estudio apuntan un par de claves que ofrecen algo de optimismo.
De entrada, aunque se suele prestar atención a la indignación y a la manipulación, por el peligro que suponen, nos mueven tanto las emociones negativas como las positivas. El experimento no ofrecía solo etiquetas como “enemigo”, “odio” o “vergüenza”, sino también “bueno”, “héroe” y “honor”. De hecho, en su artículo ponen el ejemplo real de la difusión del hashtag #lovewins en 2015: el día en el que Estados Unidos legalizó el matrimonio homosexual en sus 50 estados, la etiqueta sumó más de 2,5 millones de mensajes en Twitter.
Una segunda clave es que entender cómo nos motivan las emociones (indignación incluida) nos puede ayudar a detenernos unos segundos antes de compartir o tuitear ciertos contenidos.
En una línea similar se manifestó Chris Wetherell, el diseñador del botón de retuit en Twitter, introducido en 2009. Recientemente habló de esta innovación, afirmando que “a lo mejor le dimos un arma cargada a un niño de 4 años”. Antes había que escribir ese RT a mano, lo que nos daba unos segundos para reflexionar sobre lo que íbamos a iba a compartir.
En su editorial del número de septiembre Scientific American sugiere imaginar que al lado del botón de retuit hay un botón de pausa. Pincharlo podría servirnos para pensar si estamos respondiendo a un tuit que solo quiere generar ruido, si merece la pena leer el artículo y no quedarse solo el titular, o si solo queremos quedar bien ante nuestros amigos y seguidores, demostrándoles que, una vez más, somos de los buenos.
Tenemos que imaginar este botón porque Twitter difícilmente lo incorporará. Como recordaba la periodista Delia Rodríguez, “si a estas alturas las plataformas no han desarrollado redes menos nocivas es por la misma razón por la que las tabaqueras no han creado cigarrillos de plantas medicinales. Va contra la esencia misma de su negocio”. Cuanto más contenido publiquemos o compartamos, mejor para ellas. Aunque nos cueste una úlcera.