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Los festivales cinematográficos tienden a suscitar un escepticismo creciente en el público de a pie. Ya se trate de Cannes, Venecia o San Sebastián, con frecuencia los premios -y la publicidad que éstos proporcionan-  recaen en filmes que promueven la infidelidad, la homosexualidad y lo «políticamente correcto» (Habría que saber quién define los «dogmas» acerca de lo que es correcto y lo que no lo es).

Por otra parte, a menudo son filmes que dejan en el espectador un poso de amargura, de cierto desencanto ante la vida. Si a eso añadimos una pizca de «denuncia» (de lo que sea), un toque burlesco o satírico contra la Iglesia (y los curas, sobre todo) y un plantel de actores con glamour, podemos entrar con facilidad en las quinielas de los filmes aspirantes a los grandes premios. A parte de contradecir su original sentido («el cine es una fábrica de sueños», decían en Hollywood durante los años 20 y 30) y de la ofensa gratuita que parece obligado hacer para manifestar «independencia» y «originalidad», el negocio de los premios cinematográficos se hace cada vez más aburrido.

Precisamente por eso, en los últimos años han surgido diversos festivales que tratan de potenciar películas con valores educativos, morales, cristianos y familiares. Una experiencia muy aplaudida por el público y la crítica fue el Fiuggi Family Festival, que tuvo un enorme éxito en su primera edición de 2009, y que tiene ya abierta la web correspondiente a la 2ª edición 2010: dura una semana (24-31 de julio) y tiene muchas actividades complementarias para los niños y adolescentes -el festival es auténticamente familiar- además de abrir las puertas a jóvenes realizadores con historias frescas y enriquecedoras.