El primer día de mi vida comienza de un modo atroz: en una lluviosa noche romana, cuatro personas, un hombre, dos mujeres y un niño, se suicidan. En el último instante aparece un personaje misterioso y les ofrece un trato: les da una semana para “repensárselo”, para volver a apreciar la vida y enfrentarse a los miedos que los empujaron a aquella acción desesperada.
Con este filme, Paolo Genovese (Perfectos desconocidos) adapta su novela homónima. Se trata de una fábula que tiene mucho de ¡Qué bello es vivir!, de Capra, y de El cielo sobre Berlín, de Wenders. La hazaña consiste en pasar del suicidio a un canto a la vida, sin perder el tono realista y reconociendo que el mundo es imperfecto y que el dolor y los desengaños no van a desaparecer.
Los personajes de Genovese son reconocibles y sus modos de reaccionar absolutamente lógicos. La magia viene de mostrar esa (no) interacción con los vivos, la atmósfera de la Roma nocturna y el trabajo del gran Toni Servillo –¿un ángel?, los últimos planos dan una pista–, junto con unos meritorios Margherita Buy, Sara Serraiocco y Valerio Mastandrea. Día a día vemos evolucionar a esas almas en pena, las entendemos y querríamos que se decidieran por la vida. Pero la decisión es suya.
La película tiene un tono de una comedia dramática: amable, sin risas. Se toma muy en serio el tema metafísico, la fragilidad y la búsqueda de la felicidad del hombre, el alma. Pero Genovese deja de lado, no quiere abordar, las grandes cuestiones finales.